Rogelio Núñez*

@Latinoamérica21

El fútbol y la política son, sobre todo en América Latina, dos pasiones que van de la mano, mal que les pese a todos aquellos que aseguran que no hay que mezclar ambas aficiones. El reciente Campeonato Mundial de Fútbol de Qatar no ha sido sino un ejemplo más de esa simbiosis político-futbolística que se da en la región latinoamericana. Sin embargo, en esta ocasión, el fútbol no ha contribuido a restaurar los lazos que rompe la política. Una política que, como señala Carlos Granés, autor de Delirios americanos, ha provocado que “Latinoamérica ha(ya) vuelto a escindirse en dos bloques incomunicados”, tendencia que el fútbol ha reforzado.

La política, el fútbol y su derivada nacionalista son pasiones que se retroalimentan. Una película argentina (El secreto de sus ojos) lo supo captar muy bien cuando uno de los personajes afirmaba con rotundidad: “Racing es una pasión. ¿Te das cuenta, Benjamín? El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín… No puede cambiar de pasión”.

El recién acabado Mundial ha sido un buen espejo en el que contemplar la actual situación de América Latina en los ámbitos político, económico-social e incluso con respecto a una integración regional basada en el sentimiento de latinoamericanidad. En el terreno político, ha quedado en evidencia que la “grieta” no es solo patrimonio de la Argentina: tiene alcance regional, si bien en cada país asume etiquetas diferentes relacionadas con el sentimiento “anti” (antifujimorista, antilulista/antibolsonarista, antipetrista, antilopezobradorista, anticorreísta…), que parece ser lo único que, en ocasiones, nuclea y articula a las sociedades latinoamericanas.

Una grieta que no solo vuelve casi imposible la convivencia, sino que acaba socavando la común identidad nacional vinculada a los signos que cohesionan. El ejemplo de este fenómeno lo ha dado Brasil. La selección Canarinha, que desde los tiempos de Getulio Vargas fue un nexo de unidad nacional al acoger la diversidad étnica, religiosa o geográfica, no ha cumplido ese rol en esta ocasión. La apropiación de la camiseta verdeamarela por parte de Bolsonaro, en un país fracturado entre bolsonaristas y antibolsonaristas, ha provocado que este símbolo de cohesión lo haya sido ahora mucho menos.

Además, que jugadores como Neymar apoyaran al presidente provocó que el sector adversario al mandatario tomara como estandarte a Richarlison, declarado antibolsonarita. Incluso el presidente electo, Lula da Silva, tuvo que salir a decir, a través de su cuenta de Twitter: “No tenemos que avergonzarnos de vestir la camiseta verde y amarilla”.

Al empezar el Campeonato del Mundo, la idea predominante era que serviría de bálsamo para pasar a un segundo plano el actual y predominante malestar ciudadano acumulado y la desafección nacida de la frustración de expectativas. Sin embargo, los tiempos políticos se han acelerado en este mes mundialista en el que ha habido un golpe de Estado frustrado en Perú, una crisis diplomática entre Lima y Ciudad de México, la salida a las calles de partidarios y detractores de López Obrador o la condena de Cristina Kirchner y el posterior terremoto político.

Queda claro que conviene relativizar el efecto placebo de un Mundial, que seguramente solo resulta destacable para el ganador. Pero incluso en este caso es de duración muy corta, pues, al día siguiente de las masivas celebraciones, la dura realidad (inflación, inseguridad e incertidumbre generalizada) da a la población un baño de realidad. La profunda crisis que se abate en algunos países (Argentina) o el modesto papel de algunas selecciones (Ecuador, Costa Rica y México) explica la escasa incidencia mundialista sobre la realidad política nacional.

El Mundial fue, asimismo, una muestra de cómo los problemas internos de los países latinoamericanos se convierten en un lastre para su proyección internacional. El presidente ecuatoriano Guillermo Lasso no estuvo presente en la inauguración del torneo (en el partido Ecuador-Qatar) debido a la crisis de seguridad por la que atravesaba la república andina, que acababa de decretar el estado de excepción en varias provincias con altos índices de delitos. Y Alberto Fernández no acompañó a Emmanuel Macron en el palco en la gran final por una mezcla de razones que iban desde evitar el efecto mufa a no dar una señal de frivolidad: viajar a Qatar para ver un partido de fútbol cuando el país se halla en medio de una espiral inflacionaria y la economía se encuentra en el alambre.

Finalmente, el Mundial ha evidenciado que, siendo mucho lo que une a los latinoamericanos, no es suficiente, porque otras pasiones arrinconan los teóricos lazos comunes. Algunos autores, como Carlos Malamud, señalan que el exceso de nacionalismo es una de las causas de que la integración no haya avanzado lo suficiente en América Latina en el último medio siglo. Y eso es lo que ha ocurrido durante el Mundial. Si bien algunos mandatarios como López Obrador se declararon favorables a Argentina por ser un país de Latinoamérica, una parte no desdeñable de los latinoamericanos, por esnobismo, clichés heredados sobre lo argentino o viejas rivalidades, prefería la victoria francesa.

El fútbol ha demostrado ser a lo largo de la historia un fuerte pegamento social, pero en este Mundial ha quedado en evidencia que su acción pierde fuerza en contextos como el actual, de polarización, en que prevalece más lo que separa a los latinoamericanos que lo que los une, tanto a escala regional como en lo relativo a las fracturas y grietas internas.

Son estos los ingredientes de un nuevo delirio latinoamericano que, apelando a las pasiones, en nada contribuye a la convivencia, ya que corroe los cimientos de las democracias. (O)

* Rogelio Núñez es investigador sénior asociado del Real Instituto Elcano y profesor en diversas universidades. Doctor en Historia Contemporánea de América Latina por el Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset de la Universidad Complutense de Madrid.