Los pobres pedían caridad, pordioseros les decíamos. Los inválidos pedían caridad, mendigos les decíamos. Los vagos, borrachos y tunantes pedían caridad, ¡Quita de aquí, fuera, andá a trabajar! Les decíamos. Nuestros sentimientos infantiles iban de la misericordia a la lástima, de la indignación al asco. Y así crecimos, viendo a papá repartir monedas, viendo a mamá reunir ropa usada.

Que caiga un rayo

Papá nunca les tuvo miedo, al contrario, si estaban heridos o enfermos les curaba; si estaban borrachos les ponía a buen recaudo; si eran vagos hablaba con ellos. En más de una ocasión le vi dándoles una palmada. Recuerdo cuando oyó al grupo de guambras, que estábamos en la vereda, gritarle ¡vago!, al Tonto Elías. Inmediatamente me hizo entrar. No me castigó, me explicó lo que era la pobreza; me contó que nadie se ocupaba de los mudos, ciegos, sordos, cojos y tullidos; que los vagos no eran vagos sino gente sin educación, sin habilidad alguna y por lo tanto sin trabajo; que los borrachos eran gente triste, me dijo. Que esa era una enfermedad: la enfermedad de la tristeza. También me dijo que los mendigos no merecían lástima, sino nuestro respeto y solidaridad. (So-li-da-ri-dad, una palabra muy larga, que aún no llegamos a entender). Esa noche me dormí llorando.

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Hace unos meses alguien tocó a mi puerta, una mujer que decía ser “la doctora de aquí arribita nomás”. La llave de su casa se le había quedado en el consultorio y no tenía plata para ir a buscarla en un taxi. Hurgué en mi cartera, pero no había un centavo. “Qué pena”, le dije por el citófono. “No tengo plata, pero ya le pido un Uber”. Respondió que a esos les tenía miedo. “Lo siento”, colgué el auricular. A los pocos minutos me llamó mi vecina de en frente a prevenir: “Es una mujer que dice que vive en tu casa”, me dijo.

Todo lo poseíamos, pero nada teníamos; íbamos directamente al cielo y nos extraviábamos en el camino opuesto.

A partir de ahí no solemos responder el timbre en la noche, ni al señor de la Empresa Eléctrica que dice haberse retrasado en sus turnos y que tiene que medir la luz a las nueve de la noche, ni al repartidor que trae una pizza que nunca pedimos, ni a la familia completa de venezolanos que dice no haber comido tres días.

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Cada vez, cada voz, cada quien, me rompe un poco. Mi corazón quiere salir corriendo a abrazar al borracho, a invitar a la familia completa de venezolanos a comer, a repartir billetes que nunca tengo o ropa que siempre sobra o por lo menos un poco de calor. Pero mi cabeza y el Santi se interponen, me detienen, me agarran, me sostienen porque me ven rota.

Y recuerdo a Dickens: Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero nada teníamos; íbamos directamente al cielo y nos extraviábamos en el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, solo es aceptable la comparación en grado superlativo.

Vivimos tiempos cínicos y todavía dormimos llorando. (O)