Por Francisco Sánchez

@Latinoamerica21


Es buena noticia que en América Latina seamos cada vez más conscientes del racismo y sus efectos negativos. Un síntoma de aquello es que el comentario del presidente argentino sobre el origen naval de sus ciudadanos haya sido tan criticado y haya herido tantas sensibilidades. No obstante, como toda acción genera una reacción, el racismo aflora con fuerza cuando los “no blancos” ocupan el espacio público y/o de poder. Contestan quienes ven peligrar sus privilegios o se sienten agredidos al constatar que se trata de una región mestiza con una gran mayoría de raíces afro o indígenas.

Esto explica la sorna y condescendencia con la que se trata a la presidenta de la Asamblea Constituyente chilena o las críticas al presidente Castillo, que no se limitaron a sus planteamientos políticos –algunos, como los homófobos, muy cuestionables– sino que apuntaron a su origen y a la extracción de sus votantes: hacían demasiado presente al Perú cholo y serrano que avergüenza a la “pituquería” por el riesgo de que los de fuera piensen que “todos son así”.

El racismo en América Latina es generalizado y está bien repartido, basta recordar la actitud de la izquierda correísta ecuatoriana con Yaku Pérez o la lapidación a la actriz mexicana Yalitza Aparicio por usar un vestido de alta costura. La “gente bien” le lanzó piedras por “alzada” o “igualada” y la izquierda “chaira” por no llevar huipil, rebozo y huaraches.

Sacando la conquista del cajón

Mientras en las calles se tiraban estatuas, los gobiernos se subieron a la ola de la critica a la colonización buscando la confrontación con España. A las autoridades les resulta más cómodo y rentable criticar al colonialismo de siglos atrás que adoptar políticas públicas que remedien sus efectos. Ahora bien, han pasado al menos dos siglos desde las independencias y el colonialismo sigue estando ahí porque mutó de externo a interno. Así pues, el racismo como síntoma colonial se ha mantenido, fortalecido y sofisticado, porque beneficia a las élites y clases medias latinoamericanas.

En la insistencia del presidente López Obrador de que la Corona y el Gobierno de España pidan disculpas por la conquista se intuye más oportunismo político que ganas de hablar en serio de las estructuras coloniales que persisten y sus efectos. Resulta más fácil buscar culpables fuera, explotando el nacionalismo, los imaginarios anti “gachupines” y la gratuidad geopolítica que genera atacar a un país con limitado poder en la región que perdería más de lo que ganaría de entrar en una confrontación: el 38 % de activos bancarios mexicanos están controlados por dos instituciones con sede en España.

La pareja presidencial nicaragüense también usó el colonialismo como bomba de humo. Estiraron tanto el argumento que provocaron la retirada del embajador de España en Managua. Si se presta atención a los comunicados de Ortega, la persecución a los candidatos opositores no evidencia autoritarismo sino la justa defensa de un país atacado por agentes de potencias extranjeras.

Las consecuencias de la colonización

Es obvio que la colonización es criticable, más aún vista desde hoy. Debemos debatir sobre sus consecuencias y la implicación de los distintos actores. Además del papel de la Corona Española es necesario hablar, por ejemplo, de las monarquías esclavistas –con la casa de Orange a la cabeza– o del papel de la Iglesia Católica que ha tratado de convencernos de que todos los curas eran “Bartolomé de las Casas” cuando en realidad fue una gran beneficiaria de las miserias de la colonización, con el agravante, de ser el único actor de esa época con poder y presencia actual en Latinoamérica.

Pero, sobre todo, es preciso revisar el papel de las nuevas repúblicas y sus élites en la continuidad y fortalecimiento de las estructuras coloniales. La independencia de las metrópolis no significó la desaparición de los mecanismos de explotación porque en los nuevos países hubo un proceso de división simbólica entre una “república de blancos”, herederos y continuadores del orden colonial, y una “república de indios”, para quienes la independencia no implicó mejores condiciones de vida. Además, si de genocidios se trata, Rosas no fue el único en perseguir a tiros a los indígenas de su república.

La épica anticolonial es parte sustancial de la identidad latinoamericana. Lo que para Bolívar o San Martín fue la Corona Española, para las nuevas generaciones es Estados Unidos a pesar de su paulatina pérdida de influencia. En rigor, el papel de potencia extranjera que extrae recursos y riqueza de la “Patria Grande” ahora lo ocupa China y debería ser ésta el nuevo objeto de la lucha anticolonial.

Sin embargo, ni la izquierda, ni la derecha, ni los presidentes más activos en denunciar el saqueo y los crímenes de las potencias extranjeras repudian a China. Tampoco sus intelectuales orgánicos han producido algo parecido a una versión 2.0 de “Las venas abiertas” que lleve en portada la bandera roja con estrellas amarillas clavada sobre el perfil continental. No sé si se debe al cariño que se le tiene a Mao y su revolución o a la dependencia económicamente con China. Será más bien lo primero: la soberanía y dignidad de los pueblos no se vende. (O)


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Francisco Sánchez es el Director del Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca. Profesor de Ciencia Política con especialidad en política comparada de América Latina. Doctor y Máster en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Salamanca.