Tras las elecciones de medio término, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, fue a ocuparse de la política exterior. Aliviado -al conservar el Senado con las uñas y perder la Cámara de Representantes, aunque no por goleada- el jueves salió a una intensa gira.

El viernes estuvo en Egipto, en la Cumbre de las Naciones Unidas sobre el cambio climático (COP27), donde no ahorró promesas. Dijo que Estados Unidos cumplirá con sus compromisos de emisiones para 2030 y que liderará la descarbonización global con inversiones millonarias. Para ello, no obstante, necesitaría al menos una década de hegemonía demócrata, en el gobierno y el Congreso, lo que no ocurre ni siquiera hoy. La pérdida de los demócratas en la Cámara baja pondría en riesgo no solo el presupuesto para mitigar el cambio climático sino el nivel de apoyo a Ucrania. El Legislativo en Estados Unidos es bicameral, y los presupuestos deben contar con la aprobación tanto del Senado como de la Cámara de Representantes, hoy con mayoría de republicanos que, con Trump a la cabeza, son militantes negacionistas del cambio climático.

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En lo que sí existe un acuerdo bipartidista es en aminorar la influencia de China. Así que el fin de semana Biden estuvo en Camboya, en la cumbre con la Asociación de Naciones del Sudeste de Asia (ASEAN), una región que, con diez economías emergentes, representa la octava economía del planeta. La rivalidad entre Estados Unidos y China fue tema dominante en las discusiones. Y es que, en tiempos de Xi Jinping, China ha acrecentado su influencia y lleva doce años consecutivos siendo el principal socio comercial de esa región. Y en 2020, la ASEAN se convirtió en el gran socio comercial de China, superando incluso a la Unión Europea.

Es un territorio clave en disputa desde la Guerra Fría. Hoy, Taiwán controla el 65 % del mercado mundial de microchips...

Pero Estados Unidos no piensa renunciar el eje regional decisivo del mundo. Por ello, la noche del domingo Biden ya estaba en Bali, Indonesia, donde esta semana se celebra la Cumbre del G20, el grupo de países ricos que representan el 85 % de la economía mundial. El lunes, en las previas de la cumbre, mantuvo el primer cara a cara desde que es presidente con su homólogo de China, Xi Jinping, en el peor momento de relaciones bilaterales en décadas. Biden esperaba discutir temas como el cambio climático, la prevención del tráfico de drogas y derechos humanos. En cambio, para el incuestionable líder de China en su tercer mandato (cosa inaudita desde Mao), la agenda era prácticamente un solo punto: Taiwán.

Después de tres horas a puerta cerrada, un optimista Biden declaraba que Estados Unidos continúa reconociendo el principio de una sola China, pero se compromete a mantener la paz en el estrecho de Taiwán. Una aseveración tan política como ambigua. Para que esa aseveración no sea contradictoria, bastaría que Taiwán cambie su nombre oficial, República de China, por República de Taiwán. Pero no es cosa de nomenclatura.

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Se trata de un territorio clave, de disputa geoestratégica desde la Guerra Fría. La diferencia es que hoy Taiwán controla el 65 % del mercado mundial de microchips. Es decir, si China se apropiara de Taiwán, tendría, metafórica y pragmáticamente hablando, el poder de parar el mundo. (O)