“¿Cuántos premios de periodismo te has ganado?” fue una de las preguntas que me hicieron cuando decidí, hace poco más de tres años, ejercer independientemente y desde la cátedra. “Cinco” fue mi respuesta. “A través de otras personas”, puntualicé.

Y esa puntualización me pareció indispensable porque en mi casa ni oficina no reposan los trofeos y placas que se entregaron por esos premios, como sí están en las vitrinas de los medios en los que trabajé o en sitios destacados de los hogares de quienes firmaron los trabajos ganadores por haber sido el reportero asignado a hacerlo, pero consciente de que ninguno de esos trabajos triunfadores es el producto de solo dos manos en un teclado: usualmente requieren del concurso de seis, ocho o diez manos, y sobre todo, una estrategia. Esta última era usualmente mi aporte, desde las jefaturas que ejercí.

Hoy que empieza a aclararse el paisaje de la comunicación digital, tan inusitadamente cambiante, comienzan también a clarificarse los roles. La comunicación, de la mano de la internet, en menos de una década se volvió más personalizada y surgieron ejércitos de influencers (término anglosajón que en estricta justicia debería caber en personajes como Obama o el papa Francisco) con la inquietud de crear contenido porque sí, construyendo audiencias desde sus ideales y actitudes orgánicas, impulsados más por la curiosidad y deseo de contar historias que por la plata o las ansias de popularidad. Y la caja registradora se empezó a mover también con rapidez, y con ello llegó el deterioro de su propuesta individual.

Si negociar en altos precios sus audiencias parecía una rentable actividad para ellos (muchos de los cuales lo siguen haciendo) la tendencia mundial, y latinoamericana en particular, es que ahora el valor de sus mensajes está devaluado, quizás por esa tan notoria obsesión de muchos de ellos de monetizar hasta la transpiración. De a poco las marcas que los abrazaron como opción económica y efectiva empiezan a sentir esa devaluación. Un like no es una venta, como se sabía desde el inicio.

Hoy se habla ya con fuerza de los ecosistemas digitales, de más de un influencer en acción a la vez en diferentes plataformas que, por tener diversos lenguajes, correspondientes a diferentes audiencias, pueden dar una mayor expectativa de éxito. Y entonces la presencia del planner, el planificador de toda esa estrategia digital, vuelve a tomar la importancia que otrora tuvieron los editores y productores en prensa, radio y televisión, con altas dosis de un olfato cultivado en mil batallas comunicacionales.

La proliferación de los hate, tanto escepticismo y una competencia tan grande entre influencers está llevando a un escepticismo que se agrava en la reducción de presupuestos publicitarios. Y son los propios creadores, que empezaron como superhéroes de las audiencias, los que terminan hundiendo el valor de lo que cobran, dado que siempre habrá algunos dispuestos a aceptar menos que otro con tal de generar ingresos. Las cosas comienzan a tomar un rumbo coherente y duradero en un mundo como el digital, donde muchos creyeron haber descubierto de la nada la lámpara maravillosa. (O)