Era en los Molinos Poultier donde nos regalaban hilo de Chillo, porque el hilo de bordar lo vendían las señoritas Cadena, ahí en su pequeña mercería de la calle Quito, de la pequeña ciudad de Latacunga. El hilo de Chillo era fuerte, hecho de puro algodón, blanco y enredado, porque nos regalaban unas marañas a las que había que encontrar la punta. Supongo que el nombre se lo dio la vieja fábrica de textiles ubicada en la hacienda Chillo Jijón. Pero a los seis años, ¿a quién le importaba de dónde diablos salió el nombre del hilo? Lo que sí importaba era encontrar la punta, desenredarlo y usarlo para empinar cometas en los días de viento.

Desenredarlo no era una tarea fácil, todos los primos, vecinos y amigos, sentados en algún patio, nos poníamos a la pacienciosa tarea que podía durar horas. Pero a los seis años, ¿a quién le importaba el tiempo? A veces se llegaba a un punto sin retorno, el enredo era tal que era imposible continuar con la labor sin cortar el hilo. Ese era un pequeño fracaso que papá lo solucionaba haciendo, con su habilidad de cirujano, un nudo de marinero. Un nudo imposible de desatar. Ni un huracán desatará este nudo, nos convencía, pero hubo más de un viento que derrotó al famoso nudo y vimos cómo nuestras cometas volaron solas hasta enredarse para siempre en un eucalipto o caer en picada al río Cutuchi.

No había casa donde no hubiera hilo de Chillo. Con él se cosían colchones, costales de cebada o máchica y también se tejían bellísimos manteles o colchas. Lo que nunca supe es si el hilo de Chillo servía para amarrar tristezas.

La conocí como “la señora Yolanda”, la señora de la biblioteca del Banco Central y posteriormente del Sinab (el Sistema Nacional de Bibliotecas que los políticos se encargaron de destruir hace unos diez años). Pero ahora, a los casi sesenta y cuatro, ¿a quién le importa cómo conocí a la señora Yolanda? Solo importa sentir que Yolanda Freire Bucheli fue una amiga decente, incondicional, generosa e inteligente, que la vida me prestó solo treinta y pico años, y ahora me dejó una ausencia que dudo poder llenar. A ella le debo el ser escritora. En muchas noches de ron con cola y tertulia yo contaba mis peripecias y ella las festejaba con esa risa única, libre, espontánea. Tienes que escribir esta anécdota, me insistía. Y yo le hice caso y ahora, aunque tarde, agradezco esa insistencia.

No sé qué fue lo que hizo tan entrañable nuestra amistad. Ella era correcta, pero aceptaba mis despistes; jamás le oí una mala palabra, pero celebraba las mías; ella era muy formal y disciplinada, pero respetaba mi falta de juicio y mis impertinencias. Recuerdo aquella mañana en la que caminábamos en el parque y su perro Ramón, educadísimo y bien peinado, dejó el sendero y se fue a olisquear a unos perros grandes en actitud belicosa. Ella, sin inmutarse, se volteó y le ordenó: Ramón, mantente al margen.

Compartimos libros, viajes, bailes, pan de dulce y aguacates.

Compartimos caminatas, abrazos, ausencias y olvidos, por eso ahora necesito hilo de Chillo para amarrar mis lágrimas mientras canto bajito: ... eternamente, Yolanda. (O)