Hace 48 años discutíamos en las aulas de la universidad la situación de Karen Ann Quinlan, que repercutía en todo el mundo. Era una joven norteamericana que por una serie de factores desafortunados quedó en coma. Meses después, tras perder toda esperanza de que recupere la conciencia, sus padres pidieron que se le retire el respirador artificial, a lo que se negaron los médicos del hospital que la trataban. Los progenitores de la desafortunada chica recurrieron a los jueces y tras una larga querella lograron que se actúe conforme a su pedido. Sorprendentemente Karen Ann siguió con vida una década más alimentada por vía parenteral. El resonante caso marcó un hito en la reconsideración de los conceptos que rigen la vida y la muerte en la práctica médica. La posibilidad de la eutanasia, que ha existido desde que existe medicina como práctica racional y científica, comenzó a ser ponderada.

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Eutanasia significa buena muerte, que puede venir por un evento natural o un accidente. Según algunos, la muerte inesperada e instantánea es la mejor, para otros es el fallecimiento tranquilo, rodeado de los prójimos queridos. Y este es el sentido que tuvo originalmente esta palabra griega en la antigüedad, pero en la actualidad se la reserva para la “intervención deliberada que pone fin a la vida de una persona sin perspectiva de cura”. En el caso Quinlan y todos aquellos en los que se ha perdido la conciencia, entendida esta como la percepción de sí mismo de una persona y la capacidad de compartirla, el suspender los cuidados que mantienen vivo un cuerpo inerte no calza con el propósito fundamental de la eutanasia de aliviar el sufrimiento, pues se puede asumir que no existe sufrimiento. En realidad, cabe decir que esa entidad física ha perdido su condición de persona, aunque no de ser humano, y la desconexión es un proceso mecánico que evita a la sociedad y al paciente un costo inútil. Pero más aún, como ocurrió con la mentada joven, que murió pavorosamente disminuida a un peso de 34 kilos, se evita un curso degradante. Sobre la conveniencia de esta acción casi no hay discusión y así se lo entiende de manera prácticamente universal.

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La verdadera eutanasia y la discusión consiguiente surgen cuando la persona está consciente y desea morir voluntariamente, siendo este último término condición indispensable. Por muchas vueltas que se le dé al tema, en estos casos siempre vamos a dar a un tipo específico de eutanasia: el suicidio asistido. Esto éticamente vale igual, tanto si se trata de un proceder pasivo, de suspender un procedimiento que mantiene a la persona con vida, como si hay un proceder activo, la inducción directa de la muerte por la aplicación de métodos químicos, físicos o de cualquier naturaleza. En el fondo tampoco cambia éticamente la situación si es el sujeto mismo quien se procura la muerte “asistido” por otra persona o si es otra persona quien, por su pedido y con su pleno consentimiento, le aplica el medio letal elegido. Entramos entonces en un campo de discusión complejo, difícil y distinto, la eticidad del suicidio y de la posibilidad de que haya entidades que ayuden a su mejor realización. Entremos. (O)