P’ra que te queixas de mim se eu sou assim como tu és, barco perdido no mar que anda a bailar com as marés?” (Fado das queixas, Carlos Ramos, 1958).

¿Por qué te quejas de mí si yo soy así como tú eres, un barco perdido en el mar que baila con las mareas? Escuché por primera vez el Fado de las quejas en casa de mis padres hace sesenta años, sin entender las palabras y apenas cautivado por la melodía. Décadas después lo he recordado, para descubrir la sabiduría del poeta, que nos concierne a todos en relación con aquel mecanismo primitivo, inicialmente normal, que nos permite evadir la responsabilidad por aquello que no aceptamos en nosotros mismos, proyectándolo en nuestro semejante. La proyección, esa operación de la que dio cuenta inicialmente Sigmund Freud, y que juega un rol fundamental en la constitución del yo. La proyección, esa defensa omnipresente en nuestra vida familiar, amorosa, social y política. La proyección, ese mecanismo que a veces deriva en franca patología, constituyendo el fundamento de los delirios paranoicos.

“El que lo dice lo es”, sonsonete con el que los niños responden a las acusaciones, las quejas o las pullas. Porque tempranamente aprendemos que es más fácil y más cómodo mirar la paja en ojo ajeno que interrogarnos si nosotros también padecemos de aquello que acusamos a nuestro semejante. La acusación proyectiva, ubicua en nuestra vida familiar y social, que nos permite librarnos de culpas, conflictos éticos y dudas sobre nuestra vida amorosa, colocándolos en los demás. El fundamento del moralismo medieval y presente, de la homofobia y de todas las intolerancias. El recurso del alma bella, que presume de inocencia en medio de la supuesta descomposición moral ajena, para figurar como el impoluto lirio en medio del pantano. El discurso estándar de algunos políticos ecuatorianos y sus seguidores, campeones morales al servicio de poderes anónimos, persiguiendo a quienes carecen de voz.

Los monos imitan lo que ven, los hombres repiten lo que oyen, decía Schopenhauer. Si la proyección está ligada al origen del yo, es porque este se constituye por una identificación con nuestra imagen del espejo, y con la imagen, los deseos y las palabras de nuestros padres, que actúan como espejos y modelos de identificación. Por esta original identificación constituyente entre el yo y el otro, nuestro yo mantiene una predisposición a la proyección, que nos permite ubicar en el semejante lo inaceptable en nosotros mismos. Pero cuestionar al otro en lugar de autointerrogarnos supone un espectro que va de lo cotidiano intrascendente a lo psicopatológico grave. A veces la proyección contra los designados enemigos es el eje del discurso de un líder político que hace lazo social y que llega al poder. Son los totalitarismos del siglo XX y los actuales. Los totalitarismos no son ajenos a la paranoia, donde el yo delirante atribuye al supuesto perseguidor todo lo aborrecible pero negado en sí mismo, incitando a la masa a repetir sus consignas y seguirlo. Frente a todo esto, vale la pregunta que Freud le planteó a una paciente: “¿Qué tiene que ver usted en este desorden del que se queja?”. (O)