Fonchito se muere de ganas de besar la mejilla de Nereida, su compañera de clase. Se arma de valor y le pregunta si le dejaría hacerlo. La niña le responde: “Si bajas la luna y me la regalas”. Fonchito queda desconcertado, nunca le permitiría besarla. Pero todas las noches empieza, embobado, a mirar la luna. Un día descubre su reflejo en el agua de una lavacara. Esa noche se acuesta feliz, había encontrado el modo de cumplir la exigencia de Nereida. Así, la luna, escasa en Lima, por regalo de los dioses vuelve a salir el día del encuentro convenido con la niña, cuya mano toma para que la vea, y ahí estaba, temblando levemente en el agua de la lavacara. Ella la contempla largo rato y llega el momento anhelado: Nereida le acerca su rostro para que la bese en la mejilla, el corazón de ambos golpea muy fuerte sus pechos. Es el cuento Fonchito y la luna, de Mario Vargas Llosa.

Fonchito crece y se convierte en el Romeo de Shakespeare, vive para amar y empieza amando a una mujer que no lo ama. Su tristeza alarga sus horas, pero el destino le depara salir de la tristeza y morir en la dicha: conoce a Julieta, su único amor, nacido de su único odio, el de sus familias entre sí. La ve por primera vez en la fiesta que el padre de ella ofrece en su casa. Se le acerca, toma su mano y con audacia le dice que los labios deben hacer lo que las manos hacen. Romeo la besa y le traslada el pecado de sus labios, que ella, ya sin recato, le insinúa quitárselo y él la vuelve a besar. Luego, al salir de la fiesta, ve de nuevo a Julieta, el sol que se yergue frente a la envidiosa luna. Con las alas del amor trepa el alto muro y dialogan, sellando su unión, que corre veloz. Fray Lorenzo los casa. Mientras, principalmente en la persona de Teobaldo Capuleto, el odio crece, que exilia a Romeo. Su mezcla explosiva con la casualidad mata a los dos amantes y las dos familias enemistadas se avienen, volviendo la paz a Verona.

¿Quién no ha amado y ha sido amado como esos personajes de la literatura genial, aunque no lo reconozca u olvide? ¿Quién no ha sentido que amar eleva más que ser amado? Quizá las tempestades de la vida cotidiana hayan arrebatado la pasión, mas no por ello el amor pierde su majestad, la convicción de que nada brinda más dicha que él.

¿Y qué amor celebramos cada 14 de febrero? El que tenemos, el que podemos tener si no tenemos o no es intenso, el que podemos recobrar, el que hay que buscar. El de pareja, el filial, el paternal, el afecto al amigo, el prohibido para quienes debieron encerrarse en un armario por ser antinatural para el censor, que antaño lo clasificó como enfermedad y criminalizó, el de una mujer mayor con un joven, el de las divorciadas. El amor es como el gran eucalipto, caben en él todos los pájaros que en sus ramas quieran posarse.

Un amor más excelso es el prodigado a la humanidad, porque todos son nuestros hermanos, sin distinción alguna. Un amor a la gigantesca construcción de la igualdad económica y social y el regocijo universal. Un amor que no hiera y perdone las heridas infligidas, que reconcilie a los Capuletos y a los Montescos. (O)