Una de las hermosas consecuencias de escribir columnas es la cantidad de amigos que surgen en el camino. No me refiero a los lectores invisibles de los que no se puede tener conciencia, sino cuando en el azar de la vida se identifican. No. Pienso en aquellos que buscaron el contacto, escribieron unas palabras, se valieron de personas interpuestas para llegar a nosotros. De esos tengo varios. Tienen nombre y apellido, rostro y voz bien instalados en la memoria, historias personales.

De ese origen es mi amistad con el doctor Vicente Cuesta Ordóñez. Su provecta edad explica el talante caballeroso de su trato, su dicción perfecta, una mirada que imanta los ojos a los que se dirige. Me buscó, hicimos una cita, conversamos con abundancia de una pasión común: la poesía. Cuencano de nacimiento y educación, se explayó sobre la querida ciudad que late en sus recuerdos más amables. Fui haciéndome próxima a su vida de dedicado cultor de la medicina, más que nada de su tiempo en Manta, donde se radicó durante 51 años y labró apostolado de su profesión mientras en las noches se hizo asiduo del Grupo Cultural Manta. Desde que se jubiló vive en Guayaquil, donde todavía tuvo generosas iniciativas de voluntariado.

Las conversaciones de hoy se limitan a precisos intercambios telefónicos, pero cuando pudimos sentarnos a tomar un café nos regalamos el diálogo, el testimonio y la mutua simpatía de quienes experimentan la subterránea electricidad de la amistad. Creo que con él escuché más que hablé (él me había leído lo suficiente como para conocer la índole de mis pensamientos), le seguí el hilo a una biografía de hondos afectos a sus tierras –la nativa y la de acogida–, a su esposa e hijos y a la noble tarea de curar. Identifiqué al hombre bueno, poseído por una visión positiva que ve más lo digno de encomio que aquello que se rechaza o denigra. Me silencié de mi proverbial pesimismo. Con Vicente por delante, todo sonaba posible y esperanzador.

Mi querido amigo ama la poesía. Posee ese oído rimador que es un talento natural en ciertas personas (tuve una alumna adolescente que ponía en coplas las bromas a sus compañeros y los testamentos de año viejo) y ha emprendido varias veces esa quijotada tenaz que es publicar libros de poesía. Admite sin ambages que él escribe poemas a la vieja usanza y no se concilia con las vanguardias ni los experimentos de la lírica contemporánea. Y como yo sí he viajado en el tiempo estudiando todo lo que los años inyectan al lenguaje poético, respeto sus elecciones y no le pido que se convierta en un iconoclasta ni en un buscador de imágenes irracionales.

Su última publicación se llama Homenaje a Guayaquil bicentenario. La pandemia postergó su propósito de agradecerle a este, su nuevo terruño, su acogida, y lo hace expresando todo cuanto encuentra de meritorio en nuestro puerto. He visto que en ciertas líneas no calza la métrica elegida, en otras lo domina la actitud laudatoria que me lleva a preguntarme si el objeto poético ‘merece’ tanto ditirambo. Pero esa es la decisión del Dr. Cuesta que, como cualquier otro poeta, mira, siente, versifica. Cada escritor tiene su poética, es decir, su forma de comprender qué móviles llevan a la escritura lírica, qué adaptaciones y giros le hace al idioma para que de sus líneas brote ese inefable que es la poesía. Al lector le corresponde juzgar. (O)