Hay dos formas de hablar y escribir: la una, rigurosa, precisa, ajustada a la disciplina del idioma; la otra, dispersa, anodina, llena de adjetivos, cargada de imprecisiones y abundante en latiguillos. En la literatura, contrasta la gran novela, la que evoca, la que crea y convoca, y la de folletín, la estridente,

la que adula al lector, la que construye episodios en torno al sentimiento ramplón. En los textos científicos también hay el idioma austero, objetivo, preciso como fórmula, frío como teorema, descarnado y concluyente; y hay el otro, mediatizado por las divagaciones, entusiasta de las suposiciones, mentiroso y equívoco. Esas son las dos caras extremas del idioma.

Incluso en el habla común, contrasta la austeridad en el decir, la gracia en el contar, la chispa al entretener, el respeto al discrepar, con la chabacanería, el disparate, la afirmación que se hace a gritos y la apelación a las pasiones del otro. Contrasta la discreción, la organización de las ideas, la profundidad de los sentimientos, con la facilidad para inventar disparates, con la cursilería al exponer y la vaciedad al argumentar.

En la política, los contrastes son estremecedores. El idioma ha sufrido, y sufre, graves lesiones en los discursos y los debates, en los arrebatos y las promesas. Los liderazgos están enredados en la falta de propiedad, en la ausencia de talla al decir, al discrepar, al sugerir. La democracia es palabra vana, y “el pueblo”, un comodín.

En la redacción de la ley el tema es aún más arduo, porque si el idioma de la legalidad se aleja de la precisión conceptual, del silogismo exacto que debe contener cada artículo, la sociedad se enfrentará a las generalizaciones y a la inseguridad, y la “poesía política” mal escrita reemplazará a la certeza de la norma, la profundidad doctrinaria quedará abolida y prevalecerá la ubicuidad interesada del discurso de ocasión.

El respeto a la palabra y la riqueza del idioma que se emplea cada día permiten intuir cuál es la estatura de una sociedad.


En esas circunstancias, el ordenamiento jurídico dejará de contener previsiones certeras, fundadas en la aspiración de justicia, y será papel mojado, declaración partidista. La ley degradada es la peor compañera de las sociedades.

El idioma pervertido por la barata apelación a los lugares comunes es el primer síntoma de la decadencia de las sociedades, que comienza por la suplantación de la lógica por la retórica. Al contrario, la calidad gramatical de las leyes, su solidez conceptual, la buena factura de las sentencias, la capacidad de convocatoria moral de los discursos son testimonios de la vigencia efectiva de la cultura, porque, de algún modo, ella comienza y termina en el idioma, que es la herramienta espiritual para entenderse y discrepar, para ordenar y para amar.

El respeto a la palabra y la riqueza del idioma que se emplea cada día permiten intuir cuál es la estatura de una sociedad. La talla moral está determinada por el habla. Inevitablemente, la cultura y la capacidad creativa se miden por la palabra. Las naciones, de alguna forma, son las novelas que se han escrito, o las que no se han escrito; o lo son los teleteatros y culebrones que la población mira complacida cada noche. (O)