El destino del país en los próximos años depende de que la gente valiosa se esfuerce en propiciar cambios importantes en la lógica y articulación de nuestro comportamiento social.

Actualmente las cosas no funcionan bien. Para quien vive de su trabajo hay dos mundos: el de su trajín diario, con dificultades y logros, y el entorno social, donde no es actor sino espectador. Y lo que se mira es un país demencial cuya lógica social es controlada por gente que perdió el rumbo. Proveer salud pública se convirtió en repartos y dar citas para un año después, financiar el gasto público se tornó en saqueo del IESS, Banco Central y de la plata de ciudades y provincias; proteger a minusválidos, en entrega de carnés para carros de lujo, la deuda externa no va a inversiones sino al rol de burócratas. Contraloría cobra por bendecir la corrupción, los empresarios que ganan una concesión de servicios públicos se transforman en codiciosos que disponen del beneficio social como cosa propia. Los políticos ya no aspiran a llegar a la teta, ahora tienden tuberías subterráneas a las fábricas de leche.

Estos y otros absurdos describen un estado demencial. En efecto, el loco se caracteriza por no coordinar bien lo real, lo simbólico y lo imaginario. Los que definen y operan la cosa pública no viven de su trabajo, sino de “organizar” al sector real, al cual ni pertenecen ni quieren integrarse armoniosamente, pero lo pretenden normar, controlar y gobernar. Para ello inventan un lenguaje y una lógica que define “lo correcto”, y, aunque el imaginario público deslumbra por sus nobles principios, en la práctica es solo una herramienta para servirse del otro y lucrar. El resultado es un batallón de parásitos cuyo imaginario reemplaza lo real mediante normativas que simbolizan falsamente el bien común y dibujan un mundo al revés, con buitres en las calles y en las cortes, sancionando faltas leves, en comparación con corromper la realidad social.

Óscar Orrantia Vernaza y Ramón Sonnenholzner Murrieta son dos ciudadanos de los muchos que se necesitan para devolverle la salud mental a este país. Ramón, con su incansable y original aporte, hace más por el arte que cuatro ministerios de Cultura juntos. Óscar, con su entrega a la filantropía, ha cuidado la salud de las instituciones de beneficencia y también la que ellas generan. Ramón lamenta que el empresario típico tenga adormecida su relación con el poder y lo social. Óscar ha diseñado el esquema de un modelo de gestión de la salud pública en un Ecuador Federal, muy diferente al centralista actual. La creatividad de Ramón para aplicar nuevos modelos de gestión a la educación vale más que los millones que gasta el Ministerio en consultorías huecas. Ambos, Ramón y Óscar, saben que la cosa pública debe tener otra lógica y que el cambio no provendrá de los actuales hacedores de reglas, tampoco de sus usufructuarios.

Algunos empresarios ven la demencia pública como un desorden que no les incumbe y limitan su esfuerzo al ámbito personal y empresarial. Es un enfoque perdedor, pues en el mediano plazo el entorno y las fuerzas del orden trastocan sus planes. Que el 2021 nos traiga mucha más gente como Óscar y Ramón. (O)