La democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, decía Lincoln.

Nuestro país no está aislado de la convulsiones y protestas que se generan casi en todo el orbe como señal de inconformidad social, mostrándonos que la democracia, tal como emergió de la Revolución francesa, ha sido poco eficiente en resolver los problemas cotidianos de los ciudadanos. Las asambleas ya no representan a los ciudadanos ni a sus intereses, la justicia vive a caballo entre la parcialidad y la imparcialidad y los ejecutivos han perdido la conexión con la calle.

Lo ideal para un Gobierno sería dedicar su tiempo a resolver de lleno los problemas de educación, salud, en generar las condiciones de confianza para que el empleo y la economía crezcan, impulsar la agricultura, etcétera, pero los tiempos de hoy demandan mayor dedicación para la gestión política.

Los candidatos asumen el poder luego de ganar una elección, para hacer realidad su propuesta electoral y poner en marcha al país según su visión, pero en el ejercicio mismo del cargo el mandatario se encuentra con una realidad política que lo soslaya todo y hasta lo desborda. No es lo ideal, pero es lo real.

Una situación así vive el presidente. Llegó para articular su propuesta, vacunó a la población de manera eficiente. Sobre esta plataforma exitosa quiso encumbrar su propuesta, puso en marcha una ley que según su visión permitiría el despegue del país. En el proceso se le apareció el fantasma de la política para plantearle obstáculos y desafíos. Esto obligaría a reconformar su equipo integrando jugadores del área política que destinen su tiempo y conocimiento a esa actividad, dejando el campo abierto para que los otros integrantes de su Gabinete cumplan su labor técnica sin desperdicio de tiempo y espacio.

En la arena política todo aparece convulso, interesado en el caos, restando espacio y oxígeno a la acción del Gobierno. Los dirigentes no encuentran en el diálogo una alternativa de solución mientras los ciudadanos muestran su insatisfacción. Las democracias muestran su desgaste tal como están concebidas. Los ciudadanos imponen un diálogo más directo con ellos, sin intermediarios de la clase política, a quienes se ve como responsables de su padecimiento. La calle busca imponer un nuevo orden. Quizás estemos asistiendo al fin de un régimen que resulta antiguo y al nacimiento de una democracia más participativa para el ciudadano, en la que los gobernantes deberán buscar alternativas de comunicación más eficientes con los mandantes, el pueblo.

El presidente no ha cedido en la arena política, aunque hizo un enroque correcto al anunciar la división de la macroley, y mantiene su postura de no negociar lo que él considera las bases de un desarrollo y progreso del país. Esto lo ha llevado a una evidente reflexión que parte reconociendo la realidad de que el poder no se sustenta en la Asamblea, sino en los ciudadanos, y así, debe enfocarse más en la comunicación directa con ellos. (O)