Hay al menos dos corrientes periodísticas en torno a la grabación y divulgación de audios: la que defiende y valora férreamente su uso porque las audiencias tienen derecho a saber, porque es legítimo, aunque riña con lo legal. Y la que considera a esos audios como referencias, buenas pistas, que deben ser verificadas y confrontadas antes de que se los publique, porque todo el que está siendo grabado en circunstancias privadas tiene derecho a saberlo.

Y esta discusión, que no es nueva, pues vengo escuchándola desde que empecé en el oficio hace algunas décadas, ha regresado en días recientes con mayor fuerza, porque ahora la tecnología se ha vuelto el aliado perfecto para lograr grabaciones que antes no eran posibles; y para diseminar sus contenidos con la misma velocidad de la luz con la que se navega en la fibra óptica, aquel prodigio tecnológico al servicio de la nueva comunicación. Lo lamentable de todo esto es que la bronca entre periodistas enmarañados en el cómo se lograron los datos, abona profundamente en el descrédito de esta noble profesión, tan lastimada en tiempos recientes, cuando hasta se la apellidó para que cualquiera se sienta en confianza de repetir el indignante remoquete de “prensa corrupta”.

El dilema de la prensa independiente

La que ahora nos ocupa es la diferencia entre mostrar y demostrar; entre profundidad e investigación; y si fuera tequila, la diferencia entre el recién destilado y el reposado.

¿De qué corriente periodística soy, sobre las grabaciones clandestinas? De la que las toma como una excelente pista...

Pero lo de fondo es que estamos hablando de la clase más antipática que puede uno toparse en las escuelas de comunicación, tan antipática como fundamental y me refiero a aquella que nos abre los ojos en torno a la responsabilidad que asumimos al informar sobre hechos de diferentes trascendencias, pero en cuyo 80 % o 90 % de las veces involucran la honra de alguien. Y por eso el cumplimiento de la presunción de inocencia; del debido proceso; de la validación de las fuentes y los datos mismos; y de los intereses vistos u ocultos.

Es el también antiguo dilema entre la libertad de expresión y la libertad de prensa, que para no aburrirlos, es la diferencia entre hablar sin mayor restricción que la intimidad de los demás, y hablar con la responsabilidad de poder demostrar todo lo dicho.

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Actualmente el reto para ser un comunicador responsable se magnifica. Las mil y un formas de grabar algo o a alguien facilitan la obtención clandestina de datos y las diez mil y una formas y formatos para poner a circular esa grabación, marcan una efectividad alucinante en el proceso comunicativo. Las redes sociales son un arma potentísima de doble faz, para lo bueno igual que para lo malo. Y si a esto se suma la adicción a las audiencias, que a la vez deriva en la captación o no de fondos dependiendo de cuánto le rinden esas audiencias a las marcas, el reto comunicacional se agiganta más aún.

¿De qué corriente periodística soy, sobre las grabaciones clandestinas? De la que las toma como una excelente pista, un camino por descubrir y se toma el tiempo y el esfuerzo de hacer todas las validaciones, todas. Sin embargo, no deja de impresionarme el arrojo de quienes se lanzan al vacío con ellas, confiando en que se les va a abrir el paracaídas. (O)