Pedir a los políticos que depongan sus aspiraciones electorales es perder el tiempo. Ninguno va a ceder sus posiciones para unirse con otros porque cada cual cree que él es el mejor, el único, el salvador. Aunque después se rompa los dientes contra la dura realidad, medida en los pocos votos que obtuvo en las elecciones, esa ambición no cede ante nada. Pero figuró.

Por lo cual, mejor dirijo este escrito a los electores que con sus votos decidirán sus preferencias. No sé cuántas personas lean estas líneas (decían de alguien que ni siquiera la familia lo leía), pero por si acaso, me permito escribir un par de ideas pensando en la Asamblea Nacional y los futuros y fugaces asambleístas. ¿Qué pido a los candidatos?

En primer lugar, honradez. Integridad, rectitud de intenciones en el obrar, como dice la Academia. Personas que no se dejen comprar la conciencia, que no tengan precio y no haya suficiente dinero para adquirirlos; que no cometan el delito de concusión con sus colaboradores, que no sean profesores del robar bien, que sean dignos y estén dispuestos a ceder posiciones en beneficio del bien común. Los sabios dialogan y ceden.

Siempre vienen y se van, algunos dejan huellas malignas, otros nos dejan buenos recuerdos.

Otra cualidad indispensable es el conocimiento. Da vergüenza comprobar que han concurrido como miembros de la Asamblea Nacional personas que no son capaces de leer en voz alta algo que les “dieron escribiendo” y que exhiben, ufanos, su ignorancia. Claro, el peor ignorante es el que no sabe que lo es. Para ser legislador, dejando a un lado las ideas de Rousseau (¿en qué equipo jugará ese man?) lo que podemos exigir a los candidatos es un conjunto de conocimientos mínimos sobre su trabajo y tener sentido común para poder entender lo que no sabe y preguntar a alguien confiable y desinteresado que no lo malinforme, sino que lo ayude a comprender las materias casi infinitas de la vida.

Elegiremos a quienes nos propongan los dueños de los partidos. Estos son los verdaderos culpables de la mala calidad de los legisladores. Para captar votos inscriben en las listas a personas que son populares o conocidas por el pueblo, artistas, deportistas, esos que llaman influencers; personas que no tienen albedrío y están dispuestas a obedecer sin discutir. Fui testigo de cómo Don Buca trataba a sus diputados, en una constituyente del siglo pasado. Los tenía en un mismo hotel para cuidarlos y les ordenaba qué decir y cómo votar. Una noche, se paró detrás de él un diputado a pedir la palabra y empezó a hablar. “Cállate, negro hijoe...”, le ordenó el jefe y el diputado se sentó, avergonzado. No le había dado permiso.

Desde la vejez veo a esas personas ambiciosas que pretenden ser presidentes. Hay alguno que parece peligroso, cuyo gran mérito ha sido paralizar el país en dos veces. Hay otros que pretenden lucirse en el Parlamento, que inician la vida política sin haber pasado antes por el servicio público, el cursum honoris de que hablaban los romanos. Para mi tranquilidad me acuerdo del viejo Heráclito, el maestro que nos anticipó la dialéctica, porque en efecto “todo pasa y nada permanece”. Siempre vienen y se van, algunos dejan huellas malignas, otros nos dejan buenos recuerdos. Pero nada nos librará del olvido. (O)