Cuando murió el Patucho Rigoberto, tristemente célebre personaje del hampa criolla tras el cual había una serie de mitos y leyendas urbanas, la consigna que recibió un entonces novato reportero como yo, a fines de los años 80, fue aproximarme al hecho, al velatorio, que se cumplió en su barrio de infancia, cercano al estadio Capwell, aquí en Guayaquil.

Menudo lío. El jefe de redacción quería, perdón, los lectores querían conocer detalles del hecho y que allí se reconfirmaran algunos de esos mitos. Y hacerlo implicaba introducirse en el velatorio al que la Policía mismo vigilaba de lejos, por la cantidad de supuestos líderes del hampa que estaban allí, despidiendo con un trago y algo más a su mentor o amigo.

Llegado al sitio, varias cuadras a pie, sin nada más que la memoria a la mano, fui pasando por varios “filtros” de seguridad no oficiales, y a cada metro que avanzaba fui viendo que eran seres de carne y hueso, con ademanes y cicatrices, realidades y ficciones, que competían por demostrar su cercanía o lealtad con el fallecido. Y en el centro de todo, la viuda, una mujer joven pero envejecida, que vistiendo luto lloraba cerca del ataúd. “Sintiéndolo mucho”, le dije al acercarme, en un instante que fue el producto de la empatía que pude sentir en verdad en ese lugar y en ese momento, en que el mito yacía inerte, en medio de rezos. Pude dialogar aunque brevemente con ella y desmitificar directamente cosas como la fábula de que nunca era capturado porque se transformaba y fugaba por las alcantarillas, cuando era evidente en el cuerpo que una pierna era más corta 10 centímetros que la otra, por una clandestina operación de extracción de una bala.

Para los reporteros de esa época, especialmente los de prensa (...), el no ser un rostro masivamente conocido jugaba a favor.

Nada de esto hubiera sido posible sin una herramienta entonces fundamental y hoy, menospreciada: el anonimato. Para los reporteros de esa época, especialmente los de prensa como era mi caso, el no ser un rostro masivamente conocido jugaba a favor. Aún hay colegas vintage que tratan de mantener esa condición, y a algunos aún les rinde.

Hay otras herramientas del oficio que también veo hoy con estupor cómo se las violenta, autojustificándose en supuestas necesidades urgentes de información que tienen las audiencias, sin reparar en lo riesgoso que puede ser para el objetivo fundamental que es aproximarse todo lo posible a la verdad.

Una de ellas y que está muy de moda es la delación, y no cualquier delación, sino la de parte interesada que muchas veces enciende el ventilador para embarrar de todo y justificar todo lo que se le señala, a cuentas de salir bien librado o al menos, vengado. Es la “fuente despechada” de la que hablan los periodistas de investigación, pero que a más de ser validada en su cercanía con el hecho, requiere que cada palabra que diga tenga un proceso de verificación y confrontación. “¡Rigor!”, gritaba en la mitad de la redacción el jefe que se topaba con un solo lado de la historia.

Y sería muy fácil culpar de la carencia del anonimato y el rigor a la tecnología y sus apuros, pero como en todo proceso, el digital también debe adaptarse a los cambios y a los ritmos responsables. Solo así la información será útil. (O)