Hartos de los grandes relatos épicos –esos que reunieron batallas, dioses caprichosos y héroes sobrehumanos– los escritores descubrieron la vida privada. ¿Y qué hay más privado que los sentimientos y las pasiones que unen mundo, demonio y carne, como decía el catecismo? Seres únicos, parecidos e irrepetibles, el individualismo nos mostró que por mucho que nos ofrecieran un regalo celestial y eterno, la vida real, encarnada y sensible, es una sola.

Y se nos ligaron el oído y la vista a las historias de amor. Desde en los cómics se daba vuelta en torno de niños encandilados que muy pronto sentirían la atracción por el otro. ¿Acaso el grafiti de “Se prohíben mujeres” en el frente del club de Toby no era una declaración implícita de la fragilidad de las fronteras? Yo recuerdo cuando la revista Billiken sacaba extractos de Don Quijote de la Mancha con los dibujos de Doré poniendo todo el énfasis en la adoración del caballero por Dulcinea, la dama idealizada. Cuando Corín Tellado me regaló una novelina periódica, tuve toda una educación sentimental. Fui oreja atenta a las radionovelas, antes de ingresar –para siempre– al mundo de la imagen. Y lo fundamental de esas ficciones eran las historias de amor.

En el circuito de los culebrones a las novelas seriadas con afanes artísticos ha habido de todo. Se me cruzan en el recuerdo escenas de estilos diferentes, con enfoques paupérrimos –personas centradas en las relaciones afectivas que parecían vivir en planetas donde solo importaban esos vínculos– y al servicio de todos los lugares comunes de los amores imaginarios: que las clases sociales son derrotadas por el amor, que el hijo concebido sin cálculo une a la pareja, que la belleza es indispensable en la mujer amada, que los padres de los enamorados intervienen para desunir, y un largo etcétera.

La literatura sigue cultivando, sin descanso ni relevo, el tema amoroso. Acabo de leer la novela Los besos, del escritor español Manuel Vilas, en la cual narra un encuentro otoñal en medio de la pandemia. Sostenido por el relato-reflexión, el libro tiene tanto puesto para pensar sobre los sentimientos como para contarnos las acciones de los personajes. La sensación de asfixia propia del confinamiento –un retiro a una casita en las afuera de Madrid– está bien lograda: ¿qué ocurre?, una se pregunta mientras va avanzando por sus numerosas páginas. Ocurre poco y la novela crece a base de recuerdos, asociaciones, y de uno de sus círculos más atractivos: la proximidad con don Quijote y la transfiguración de una mujer común en Altisidora, personaje cervantino.

Lo importante de esta clase de lecturas –mucho menos en aquellas que solo rozan el tema como en el caso de Ian Fleming que solo depositaba a Bond en lechos elegantes junto a bellísimas mujeres, en un breve reposo del guerrero– es el ahondamiento en la relación amorosa, que busca no el viejo paradigma de la complementariedad, sino las más extrañas motivaciones para la proximidad y la unión. Hay quienes se acercan a un espejo para verse reflejados, o como decía Virginia Woolf a espejos deformantes para alcanzar más estatura, o a la mano que castiga. La pareja humana de cualquier tipo diseña un proyecto, tal vez para toda la vida, quizás para una etapa. A lo que la une podría llamársele amor. (O)