Vivimos inermes frente a la arremetida de la delincuencia y atados a un sistema legal saturado e inoperante. Vivimos de sobresalto en sobresalto, agobiados por las evidencias que traen los noticieros, indignados por la corrupción, la politiquería, la inutilidad de las instituciones, y asombrados ante la caducidad del Estado y la muerte del principio de autoridad.

Indignados porque vemos cómo los derechos humanos, que fueron conquista de la civilización para defender al individuo frente al poder y que son la sustancia del Estado liberal de derecho, se han transformado en habilidoso argumento para justificar la violencia, para cerrar los ojos ante las evidencias, presumiendo que la gente es tonta para tragar ruedas de molino y aceptar los argumentos de quienes se empeñan en tapar el sol con la mano, en negar las evidencias y la destrucción de la ciudad y del país, y en callar: lo peor, en callar.

La conquista de los derechos fundamentales, y su reconocimiento como patrimonio de las personas, ha sido una larga y tormentosa aventura contra los totalitarismos de todos los signos, contra los Estados y las ideologías que, en nombre de la justicia, la nación, los pobres, las patrias y las religiones, han menoscabado, abierta o solapadamente, la dignidad del individuo y han manipulado su autonomía y sus libertades.

La caducidad del sentido común y los venenos revolucionarios han permitido que, paradójicamente, los derechos se transformen en privilegio que se ejerce desde la intolerancia, en membrete partidista, y en prácticas que favorecen la protección de los violentos. “Derechos humanos” mediatizados, convertidos en monopolio de los que no creen en la libertad y de quienes apuestan a las dictaduras y a las utopías que las justifican. “Derechos humanos” enredados en teorías disparatadas tras las cuales se ocultan los lobos con piel de oveja, fértiles en imaginar mojigangas jurídicas que conducen a la servidumbre y a la dependencia del Estado.

Me pregunto: ¿qué derechos tenemos los ciudadanos, los asesinados a vista y paciencia de todo el mundo? ¿Qué derechos tenemos quienes queremos trabajar y nos vemos sometidos a paros y asonadas, los que pagamos los impuestos para sostener un Estado inútil, los que hacemos empresa pese a todos los obstáculos, los que no tenemos policías ni guardaespaldas que nos defiendan? ¿Qué derechos tenemos los que soportamos el laberinto de los trámites y los abusos del poder, los que resistimos a la inseguridad y al miedo? ¿Qué derechos tenemos quienes, pese a todo, estamos aquí, en el país que queremos?

Los derechos no se protegen con declaraciones ni con ofertas en las que ya no creemos. No se protegen con lamentos de las autoridades o condolencias de circunstancia. No. Se protegen cambiando las leyes injustas y, si es preciso, la Constitución, que es una lápida, y atacando las ineficiencias institucionales. Se protegen reivindicando el principio de autoridad, activando a la Policía, a la Fiscalía y a los jueces, y protegiendo a quienes actúan en cumplimiento de su deber.

Inermes e indignados, así estamos. (O)