En el Antiguo Testamento, la prédica de profetas como Amós, Isaías y Ezequiel siempre iba dirigida a Israel como colectivo, dejando claro que la suerte de cada hebreo estaba atada a la de todo Israel. Dios no juzgaría al pueblo israelita como individuos, sino como nación. Si Israel fracasaba en crear una sociedad justa, entonces Dios haría recaer castigos espeluznantes sobre todos sus habitantes: “Una tercera parte de tu pueblo morirá en tus calles por la peste y por el hambre, otra tercera parte caerá a filo de espada en tus alrededores, y a la tercera parte restante la dispersaré por los cuatro vientos.” (Ez 5: 11).

El énfasis que la Biblia hebrea le da al castigo colectivo puede ofender nuestro moderno sentido de la justicia, basado en la responsabilidad individual. Y, sin embargo, no es necesario creer en las escrituras hebreas para reconocer que expresan una importante verdad que quizá hayamos olvidado. Al vivir en sociedad, nuestras acciones y omisiones crean un eco que reverbera a través de todo el tejido social, por lo que todos cargamos a nuestras espaldas la responsabilidad de la salud de nuestra comunidad.

Los asesinos que hace pocos días se filmaron riendo mientras serruchaban cabezas y arrancaban órganos empezaron sus vidas como todos nosotros. Alguna vez fueron niños, que llegaron al mundo con la inocencia que solo ellos pueden tener. El camino que los transformó en los seres infernales que vimos en esos videos fue pavimentado por el fracaso, tanto del Estado como la sociedad civil, en dar respuesta a los gravísimos problemas que existen a todo nivel de nuestra comunidad. La carnicería que presenciamos en nuestras cárceles es solo la punta de un iceberg, la materialización final más visible y pavorosa de un entretejido de otros infiernos que silenciosamente arden bajo la superficie, y en los que estamos todos envueltos.

La corrupción, el cáncer de nuestra sociedad, que empieza desde que copiamos nuestras tesis y sobornamos a nuestros vigilantes. La nauseabunda mediocridad de nuestra clase política, mantenida en el poder por nuestra apatía y quemeimportismo. La salvaje indolencia de nuestras clases pudientes, encerradas en urbanizaciones y casitas doradas, embrutecidas por la superficialidad. La total falta de interés del rico y del pobre en cualquier cosa que no sea el chupe, el fútbol y la farándula. Mujeres abusadas por sus parejas, arrojadas como basura. Niñas maltratadas, violadas y olvidadas. Jóvenes sin modelos a seguir, sin trabajo y sin futuro. Hospitales saqueados. Gente que duerme ignorada en el pavimento. Calles atestadas de droga, que se devora el futuro de nuestra juventud. La narcoguerrilla, a la cual le hemos abierto las puertas de par en par. Nuestras cárceles del infierno, las cuales solo recordamos cuando sus residentes se despedazan mutuamente. Una orgía de desperdicio humano, de indiferencia, de futuros rotos y gemidos a los que nadie escucha. ¿Realmente debe sorprendernos lo que ha ocurrido?

Somos el país donde el infierno arde en la otra esquina. Y si somos indolentes ante el infierno que viven los otros, no nos sorprendamos cuando se nos aparezcan demonios. (O)