En épocas de desprendimiento, me pongo a pensar en las cosas y su valor. Tal vez, por eso mismo, porque soy consciente de aquello con lo que voy poniendo distancia, porque se mira la vida desde una óptica más espiritualizada o porque se desea vivir liviana, arrebujada en ideas y palabras gratas.

Frente a estas opciones, la lucha diaria es mayor ya que todo respira materialidad y consumo. No se conciben buenos momentos sino en torno de mesas abundantes, ambientes sofisticados, entre gente que representa éxito y felicidad. Quien lleva su procesión interna o muerde alguna inconformidad con la algazara gratuita desentona, no encaja. Pero mira, observa y toma nota invisible de los signos de su tiempo. O de todos los tiempos. Pensemos, por eso, en las joyas.

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¿Será innato el deseo de adornarse? ¿El cavernícola que se colgó el primer colmillo al cuello tenía intención estética o deseaba apropiarse de la fuerza de un felino depredador? Algunos objetos fueron talismanes, amuletos cargados de significado para enfrentar las duras condiciones de las primeras edades, así se van combinando sentidos para engendrar las necesidades espirituales: protección, convocatoria, homenaje.

Llaman “noble material” al maleable y dorado metal que ha enloquecido a la humanidad.

El oro y las piedras preciosas tienen historia propia e historia teñida con sangre. El Antiguo Egipto y el Testamento hebreo dan cuenta del valor de esos materiales. Abrahán mandó a su siervo a buscar esposa para Isaac con anillos para la nariz y pulseras de oro. Las grandes conquistas saquearon las ciudades en pos de tesoros metálicos, aunque sublimaran sus motivos con proclamas ideológicas. Las joyas se socializaron a tal punto de adquirir un lenguaje propio: el solitario en el dedo anular ratifica una feminidad económicamente bien asentada; los collares de perlas dan señorío y gravedad, las leontinas de los caballeros mostraban poderío. Los bautizos y las primeras comuniones iniciaban la colección futura con los regalos de las abuelas y las madrinas.

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El genial Umberto Eco en la novela más famosa de Europa –según algunos–, El nombre de la rosa (1982), le dedica un insigne capítulo al discurso del abate del convento benedictino al elogio de las joyas: el personaje está convencido de que las bellas piedras engastadas en los altares o que dan cuerpo a los crucifijos celebran de mejor manera “el fasto y la magnificencia” del Señor y que con reverencia y devoción bien puede recogerse la sangre de Cristo en cáliz de oro. La mirada del monje revela, más que beatitud, la lujuria de la posesión.

Llaman “noble material” al maleable y dorado metal que ha enloquecido a la humanidad. Con lingotes se afianza la reserva económica de un país, con cintillos dorados en los dedos se compromete una pareja, es decir, que tienen las joyas también loables usos y propósitos. Acaso hayan sido manera de ahorrar en tiempos pasados, formas de honrar a las mujeres y fijar herencias para los hijos. Los varones las usaron poco fuera de coronas de monarcas o listones de ministros. Hoy descansan en museos, casilleros bancarios, cajas fuertes familiares. La posesión más que el uso gratifica a algunos espíritus. En nuestro medio, tan inestable e inseguro, escasa es su utilidad, de prenda de reducida circulación pese a la vanidad de la que fueron rostro. Las baratijas nos adornan con tranquilidad y los ladrones lo saben. (O)