La sencilla alegría de amar. Esa frase venía sin ser invitada, a mi cabeza, cuando observaba a un grupo de alegres campesinos que se preparan para ser jueces de paz. Algunos venían de las entrañas de la península, que asocio al mar y no a los cacaotales, la caña de azúcar, los mangos y los platanales, los caminos polvorientos y los perros ladrando sin parar a cualquier desconocido.

Primera vez que llegaba al pueblo ancestral de Safando. Seis personas de ese lugar iban a un primer taller dentro del proceso de formación de jueces de paz. En el camino se unieron moradores de San Cristóbal, Sabana Grande, Cerecita, Progreso. Anteriormente lo habían hecho vecinos de Posorja, El Morro, Playas. Pero también de múltiples barrios de Guayaquil, del norte, del sur, del centro. Todos los días de la semana, en grupos diferentes de manera virtual o presencial alrededor de 140 personas dedican tiempo y ganas para aprender cómo ayudar a resolver y manejar conflictos comunitarios en sus barrios, recintos. La responsabilidad y cariño con la que hablan de sus comunidades, lo henchidos de orgullo que se sienten de representarlas, es para mí motivo de asombro y admiración. Nadie los obliga, nadie pagará por sus servicios y sin embargo persisten una semana tras otra en un esfuerzo que les llevará a ser conciliadores, referentes morales de convivencia y entendimiento, oficialmente, con el aval del Consejo de la Judicatura que les otorga un nombramiento que da valor de sentencia ejecutoriada a sus decisiones en el ámbito de sus territorios.

El Municipio de Guayaquil a través del Centro Municipal de Mediación ha buscado crear esa red de personas capacitadas para generar mejor convivencia en la ciudad y en las poblaciones. Ha puesto recursos y personas en un esfuerzo mancomunado con el Consejo de la Judicatura. Y va tomando forma una propuesta que necesita adaptarse a realidades y necesidades diversas en medio del denominador común de ir creando una ciudad más segura no solo desde la represión, sino desde la prevención, en la que la cordialidad, generosidad y creatividad de sus habitantes contribuya a generar mejores espacios para vivir. Donde resolver problemas de convivencia cotidianos sea un desafío que resuelven en sus espacios.

De manera gráfica un morador me decía: “Uno puede cambiar de marido o de esposa (¡…!), pero no de vecino, Porque no hay dinero para cambiarse de barrio ni tener otra casa. A los vecinos hay que cuidarlos mucho, nos apoyan cuando estamos enfermos, hacen colectas cuando necesitamos ayuda y siempre están ahí. A veces esos conflictos se transforman en rencillas y en peleas mayores que comenzaron por no saber resolver problemas de ruidos, basura, cuidado de parques. Por eso es mejor encontrar soluciones, llegar a acuerdos que permitan vivir tranquilos, respetándonos y apoyándonos como casi siempre lo hemos hecho”. Y un abuelo con rostro curtido por el mar y sonrisa de quien ha surcado muchas tempestades decía: “Siempre he soñado con poder resolver problemas con el diálogo… No sabía que eso se llama justicia de paz, pero quiero aprender…”. Yo pensaba para tejer esta red de conciliadores se necesita amar su barrio, su entorno, su ciudad, el amor social, existe y tiene muchas manifestaciones. (O)