El primer capítulo de esta secuencia propia de una película de la Guerra Fría empezó el domingo 23 de mayo de 2021. Un avión de vuelo de bajo costo que sobrevolaba Bielorrusia en el trayecto entre Grecia y Lituania fue forzado a aterrizar. La causa aparente era una amenaza a la seguridad. La causa real es que en el avión viajaba un joven periodista de 26 años, Roman Protasevich, crítico del régimen de Aleksandr Lukashenko, presidente de Bielorrusia durante los últimos 27 años. Esto generó una reacción mundial, y en particular de la Unión Europea, que prohibió a las aerolíneas de ese país pasar por el espacio aéreo europeo ni aterrizar en sus aeropuertos. El episodio todavía no tiene un desenlace visible, pero sí una continuación.

El segundo capítulo ocurrió a inicios de junio cuando se difundió una entrevista a Protasevich realizada por un canal público bielorruso, en la que aparenta confesar su arrepentimiento, se desdice de sus críticas a Lukashenko, finalmente termina pidiendo perdón y revelando que su único deseo es vivir una vida normal y formar una familia. En el momento de cubrirse el rostro se puede ver en el video sus manos llagadas seguramente por estar atado con esposas durante varias horas o días. Su caso es uno de los tantos que ha sufrido este país gobernado por un déspota con apariencias democráticas. En redes circulaba una propuesta de cambiar el nombre de las calles donde se encuentren las legaciones diplomáticas de Bielorrusia con el nombre de Protasevich para que toda la correspondencia haga presente la figura de este periodista crítico.

Esta persecución o captura me recordó vivamente algo que puede parecer remoto: la famosa autocrítica de Heberto Padilla el año 1971. Luego de ser encarcelado a raíz de una serie de actividades, declaraciones e incluso un premio literario a un libro de poemas que era una evidente crítica a otro dictador también adscrito a la estela rusa, Fidel Castro, Padilla dio un vuelco a su situación con una sorprendente confesión pública donde se desautorizaba a sí mismo como un escritor disidente o crítico de la revolución cubana. Es posible encontrar su video en blanco y negro en internet. Este episodio generó una ruptura internacional de varios escritores e intelectuales que, finalmente, se dieron cuenta de que no hay justificación posible a las mejores intenciones políticas si eso implica una derrota de la democracia, y que se hace patente con estos chivos expiatorios que apenas son la punta de un íceberg descomunal, verdadera isla del terror y la exclusión.

Median exactamente cincuenta años entre las declaraciones del poeta cubano y el periodista bielorruso. Aunque las circunstancias puedan parecer diferentes, entre ellas la diferencia de edad entre el primero y el segundo, y que Protasevich no era una figura intelectual vinculada como Padilla a los circuitos intelectuales de la revolución cubana, las coordenadas son las mismas por el procedimiento de acoso y derribo. Enquistados en el poder, estos gobernantes no soportan que haya voces disidentes de lo que consideran gobiernos impecables. Lukashenko renovó por sexta vez su mandato en una aparente democracia por la que se cree autorizado a ejercer sus estrategias políticas por encima de cualquier consideración. La única manera por la que se acaban estos regímenes autoritarios es por la enfermedad o muerte del dictador perpetuo, o un giro sorprendente de sus propios seguidores, si es que no asoma un hijo que se vuelve el heredero de una cuasimonarquía. Los casos de Padilla y Protasevich responden a ese viejo procedimiento stalinista de doblegar la voluntad de sus opositores, no solo silenciándolos, sino torciendo las palabras contra sí mismos, para conseguir un arrepentimiento del “culpable” en un show mediático que sirva, primero, como castigo ejemplar, pero sobre todo para lograr esa intimidación o cancelación con la que se quiere advertir que no es posible crítica alguna a un pensamiento dominante que se encuentra en el poder. Lukashenko, que tiene en sus manos todo el aparato gubernamental de su país, y además el apoyo del presidente ruso Vladimir Putin, llegó a decir, apenas se dieron las primeras reacciones del rechazo mundial, que sus opositores “cruzaron los límites del sentido común y la moral humana”. Además de prepotente, cínico.

Este es el factor más llamativo de todo este drama teatralizado: lograr una aparente declaración voluntaria del crítico del régimen de que todo lo dicho o realizado es un error de perspectiva, un acto de vanidad y, por supuesto, un mal ejemplo para una sociedad, la que está sometida a esa dictadura de turno, que debe ser encauzada en todas sus expresiones y manifestaciones. La tipificación de lo que debe o no debe decirse se sigue manteniendo como una trasgresión que, aunque no incurra en delitos específicos, debe ser reprimida. Lo que esto quiere imponer como norma de conducta es el rechazo a una verdadera situación democrática que requiere el esfuerzo de la convivencia de puntos de vista contrarios, y, por supuesto, un consenso en el que debe terminar el razonamiento de bandos, por más validados que estén con una mayoría electoral.

Padilla terminó refugiándose en Estados Unidos en 1979. Murió en el año 2000. Su exilio fue muy complicado y prácticamente destruyó su vida. No sabemos que le pasará a Protasevich, y junto con él a esa larga lista de periodistas y críticos que terminan como perseguidos políticos que no dejan de crecer en regímenes de todo tipo, donde ya poco importa la ideología que sostienen porque se hermanan en los extremos de ese deseo de perpetuarse en el poder al precio que sea, obnubilados por el relato de la pretensión de la verdad única que no sabe darle cabida a los otros, como si estos solo debieran ser instrumentos de su propia perpetuación o sumisos incondicionales. Querer torcer a las personas para que “inventen” su mea culpa, tiene algo de ese doblegamiento que termina por levantar a la condición divina a aquel que recibe la confesión, por demás forzada y evidente. (O)