Cuando hace dos años vimos las imágenes de turbas asaltando el Congreso de los Estados Unidos, un santuario de la más antigua democracia del mundo, no podíamos creer que algo semejante estaba ocurriendo en la más consolidada e ininterrumpida democracia del planeta. Peor aún: cuando habíamos escuchado al presidente de los Estados Unidos alegar fraude y no reconocer el resultado de las elecciones legítimas en ese país. Tal fue la cuestionable actuación del entonces presidente, que prácticamente incitó a las turbas a realizar ese acto de barbarie.

El segundo país más poblado del continente, que es el Brasil, vio en las últimas horas un episodio todavía más escalofriante: no solo que las turbas se tomaron el Parlamento, sino que realmente se tomaron los edificios de las tres funciones del Estado, produciendo una herida terrible al sistema democrático brasileño y un deterioro impresionante de la imagen del Brasil en el mundo.

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Al igual que ocurrió con Trump, Bolsonaro alegó fraude, no reconoció la legitimidad de las elecciones, no le puso la banda presidencial al presidente entrante y promovió, desde antes del cambio de mando, actos como el paro de camioneros y otras movilizaciones para desestabilizar y debilitar al Gobierno legítimamente constituido.

En los dos países más poblados de América, que tienen entre ambos más de la mitad de la población de todo el continente, se ha producido un ataque, el más mortífero, a la democracia: aquel en el cual una minoría no acepta la legitimidad de la voluntad popular de la mayoría. Muchas cosas pueden debilitar una democracia, pero ninguna como el hecho de que la minoría no acepte la voluntad de la mayoría en las urnas.

Si el resultado no es del agrado de las minorías, existen mil mecanismos y modos de hacer oposición legítima, de luchar por las ideas contrarias a las del régimen de turno, de expresar la opinión sobre lo que la minoría considera su verdad. Pero si la democracia no se sustenta en ese respeto a la voluntad soberana del pueblo expresada por el voto en las urnas, se produce una herida, la más grave que el sistema pueda tener.

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Y el canto de “fraude” ha sido utilizado tantas veces por los perdedores. La oposición venezolana gritaba: “¡Fraude!, fraude en todas las elecciones”. Cuando la última propuesta que hizo Chávez de cambio a la constitución perdió, ¿por qué la oposición no adujo fraude? Cuando esa oposición, en vez de estar dividida, en vez de desgastarse en luchas internas, se unificó, ganó ampliamente las elecciones legislativas, y esto devino en el Gobierno paralelo de Guaidó y en una Asamblea de amplia mayoría antigobiernista.

Siempre se habló de fraude en Bolivia, y ¿por qué, cuando Evo perdió el plebiscito para eternizar la reelección presidencial por estrechísimo margen, no hizo fraude para virar el resultado? Que haya burlado la voluntad popular luego es una cosa, pero respetó inicialmente el resultado adverso de esa consulta.

Y cuando Macri ganó, lo hizo también por estrecho margen. Y no viraron el resultado.

Es muy difícil hablar de fraude en el mundo de hoy, con todos los controles, todos los observadores nacionales e internacionales que existen.

En vez de hablar de fraude, hay que meditar qué se hizo mal, sea como Gobierno o sea como estrategia de campaña, para no volver a cometer esos errores.

Ciertamente que todos los socialistas del siglo XXI han atacado el corazón de la democracia y han sido la peor peste que ha pasado por nuestra región en muchas décadas. Pero el hablar de fraude y no meditar cómo ganar elecciones contra esa maquinaria infame ha sido un error, y el mayor de todos el de Bolsonaro, quien ha llevado y está llevando al Brasil a una división y a un conflicto interno que lo hará muy difícil de gobernar.

En las democracias modernas no vivimos la voluntad de las mayorías, sino la tiranía de las minorías: ideología de género, imposiciones de agendas ajenas a la voluntad de las mayorías, esquemas que a nombre de los “derechos” de ciertos grupos vulneran los principios y las creencias de toda una mayoría.

Pero todas estas aberraciones, que son muy graves, no lo son tanto como el desconocer el resultado de una elección. El más básico de los derechos de la democracia es el de elegir y ser elegido. Todos los ingredientes de una democracia pueden existir en una sociedad: la división de funciones, la institucionalidad, el respeto a las libertades individuales y a los derechos humanos, la libertad de prensa, el respeto a la opinión ajena, la libertad de cultos y todos los otros elementos que configuran una democracia moderna. Pero si el respeto a la voluntad del pueblo expresada en las urnas no existe, todos los demás elementos son irrelevantes.

La toma del Congreso en Washington y los desmanes de Brasilia se alejan de ese respeto a la voluntad soberana y son dos de los episodios más oscuros en la historia de la democracia americana. (O)