La capacidad de asombro, la posibilidad de distinguir lo extraordinario de lo común, la sensibilidad ante hechos o discursos repulsivos o absurdos, el rechazo a la mentira, todos ellos son signos de civilización. La incultura embota los sentimientos y pone en vigencia desde la vulgaridad del peor pelaje hasta el cinismo, anula la repugnancia y conduce a que el horror deje de ser el recurso que defiende a la sociedad del riesgo de habituarse a los peores episodios.

Ahora, el crimen es cosa de cada día y es asunto que ya no asombra. Las bombas impresionan tanto como los juegos pirotécnicos. Los latrocinios y los abusos no llaman la atención. Los escándalos políticos pasan desapercibidos bajo la teoría de que “así mismo es”. Muchos discursos y proyectos rayan en el disparate, pero casi nadie repara en su torpeza. A poca gente le impresiona mirar un noticiario, que es la telenovela barata de cada día. Las redes sociales han creado una “opinión pública” que desmiente la verdad, desinforma y simplifica.

El cinismo está en el aire que se respira. La desvergüenza ha suplantado a la ética. La audacia ha borrado las diferencias, y como dice el tango Cambalache, “hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor/ ignorante, sabio o chorro, pretencioso estafador/ todo es igual, nada es mejor/ lo mismo un burro que un gran profesor”.

El cinismo está en el aire que se respira. La desvergüenza ha suplantado a la ética. La audacia ha borrado las diferencias...

Cambalache de valores por vivezas, de seriedad por sarcasmo, de honradez por engaño. Cambalache que ha transformado a la sociedad en espectadora de la destrucción de un país. Cambalache que prospera entre los infinitos disparates que nos venden como panaceas salvadoras. Mar agitado por la inseguridad, saturado de negaciones y promesas mentirosas, enredado entre instituciones que, salvo excepciones, no sirven para nada que no sea anidar intereses y esconder estrategias.

Cambalache que nació de la política y contaminó a la sociedad, arte de la viveza y el acomodo que rige en los espacios más insólitos, y que desmiente toda ideología y enferma el pensamiento. Certeza de que en estos tiempos casi no hay espacio para la gente de buena fe, que la ley está hecha de las trampas que aseguran el éxito de no pocos; que las reglas morales son para los tontos; que la integridad es un sermón aburrido.

La extinción de la capacidad de asombro, según algunos, permitiría mirar sin inmutarse la muerte de la gente y el descalabro de las instituciones. Pero la indolencia no es signo de firmeza ni evidencia de valentía. Es síntoma de que la sociedad ha perdido humanidad, que nos estamos barbarizando; que la política no está al servicio de las personas; que el egoísmo nos ha ganado y que la comodidad nos ha pervertido. La insensibilidad es indicio inequívoco de ceguera, de negación, de renuncia a la cultura y fracaso de la inteligencia social.

El pensador español José Antonio Marina dice que las sociedades pueden ser inteligentes o estúpidas, según sus modos de vida, los valores aceptados, las instituciones y las metas que se propongan. La pérdida de la capacidad de asombro es una forma de fracaso social y político. (O)