Una muchedumbre arrastra entre mofas y burlas a un hombre hacia una plaza pública. Ha negado la existencia de Dios. Desnudado, se le exige que saque la lengua blasfemadora para cortársela. Se rehúsa. Una tenaza de hierro es introducida en la boca, la cual la estira de entre los dientes a la vista de todos. Cuando el cuchillo finalmente cercena el órgano sacrílego, la garganta ensangrentada del condenado emite un grito tan pavoroso que los testigos lo describen “como el gemido de un buey en el matadero”. El aullido rápidamente es ahogado por los vítores y aplausos de la multitud. El sufrimiento del reo, sin embargo, dura poco. Una soga es colocada alrededor del cuello y las manos del verdugo lo estrangulan con violencia. El cuerpo, desnudo y sin vida, es arrojado a una hoguera.

La escena que acabo de describir no ocurrió ni en Afganistán ni en el Estado Islámico. Esto ocurrió en Francia en 1619. La sentencia no fue pronunciada por un tribunal de ley sharia, sino por el Parlamento de Toulouse. La muchedumbre y los verdugos no eran yihadistas, sino piadosos católicos. La blasfemia no fue en contra de Alá o el Corán, sino contra Jesucristo y su santa Iglesia. El nombre de la víctima fue Lucilio Vanini, filósofo y científico visionario, quien, al igual que los físicos de hoy, creía que el universo era gobernado por leyes mecánicas, y se adelantó a Darwin por 250 años al proponer que los seres humanos evolucionaron de los simios.

Quienes ven al islam como una religión irremediablemente violenta y retrógrada olvidan que hace pocos siglos el cristianismo era tan reaccionario y sangriento como el yihadismo de hoy. Tan solo cuatrocientos años separan a la Francia moderna de la Francia que asesinó a Vanini. La transformación social, política e ideológica que separa a ambos mundos no fue sencilla. Los dolores de parto que engendraron nuestro mundo secular estuvieron marcados por revolución y violencia, persecución y tortura, por la hoguera y la guillotina. Los pilares fundamentales sobre los que reposa nuestra cultura occidental (libertad de religión, libertad de conciencia, libertad de expresión, separación entre Iglesia y Estado, aceptación del cientifismo materialista, etcétera) fueron cimentados entre charcos de sangre y lágrimas.

La facilidad con la que el Talibán retomó Afganistán se explica por el sencillo hecho de que un sector importante de su población cree con sinceridad que ese modo de vida realmente es la voluntad de Dios. El doloroso proceso cultural que en Europa separó a la Iglesia del Estado y que transformó al cristianismo en una religión civilizada simplemente no ha sucedido en gran parte del mundo islámico. Para que el secularismo florezca en la sociedad afgana será necesario que ocurra en ella un proceso similar al que sucedió en Europa: una transformación interna, intelectual, que, con dolor, se abra camino y finalmente altere la forma de pensar de una civilización entera. El fracaso de Estados Unidos en implantar una sociedad secular confirma que es imposible imponer a la fuerza en veinte años lo que en occidente demoró cuatrocientos. (O)