La capacidad de indignarse y la posibilidad de avergonzarse son los sentimientos fundadores de la ética. La integridad tiene que ver con el sonrojo. La integridad tiene que ver con la fuerza para fijarse límites y con el compromiso de respetarlos, de edificar valores y rebelarse contra lo injusto y lo torpe, contra el poder y el abuso. En la integridad está el secreto de sentirse ofendido por la deslealtad, la traición, el cálculo, la cobardía y el cinismo.

La caducidad de la vergüenza y la agonía de la indignación son los dos vértices que confluyen en la degradación de los individuos y las sociedades, en la transformación de los ciudadanos en sumisos consumidores y de la república en un cuento. Y en la mutación de los hombres en número, en voto impersonal que “legitima” la obediencia y justifica y tolera la audacia política.

En la sociedad de nuestro tiempo, este drama está vinculado con la extinción del asombro. Ahora, todo es normal, todo vale y hasta lo sorprendente se ha transformado en episodio común. Nos hemos habituado a lo insólito y a lo ridículo. Ya casi nada suscita curiosidad, ni repulsa, ni siquiera zozobra, y así, se consolida la indiferencia, cuando no el cinismo, y así se aplaude todo despropósito y cualquier disparate. Lo más espeluznante y repulsivo, la noticia de la degradación y del crimen, y la estupidez política, llegan en forma natural, y la gente está dispuesta a admitir sin reparo, con increíble naturalidad, lo que viene como parte de la telenovela contemporánea.

En la integridad está el secreto de sentirse ofendido por la deslealtad, la traición, el cálculo, la cobardía y el cinismo.

La extinción de la indignación y la abdicación de la vergüenza son terribles evidencias de que estamos sumergidos en una sociedad insensible y carente de memoria. La historia no interesa sino como materia de chisme, de frivolidad o politiquería. El pragmatismo, la premura y el ascenso de la insignificancia entierran el rubor y acallan toda posibilidad de rebelión legítima. Los íconos sociales son utilitarios, prontos al acomodo y proclives a un mimetismo intelectual y moral asombroso. Los ídolos que marcan los tiempos, en todos los escenarios, son camaleones astutos, recursivos actores que manejan el escenario donde se repite la comedia que mantiene ocupados a los ilusos.

El pragmatismo prospera en todos los órdenes, y así se acrecienta la vocación populista y todos los intereses inmediatos. Además, está el olvido, la negación consciente de todo lo que no esté vinculado al cálculo electoral. Es el afán de ganar sin que importe el costo, de llegar al poder y de ejercerlo de cualquier modo. Es la obsesión por dominar, llenar las faltriqueras y prosperar a como dé lugar, sin costos, sin impuestos, sin medida y sin rubor. Es el pragmatismo el que justifica todos los cálculos y el que impone el cinismo como argumento de muchos actos.

La caducidad de la indignación y la agonía de la vergüenza son testimonios desoladores de vida política de una sociedad mediocre, ocupada en llenarse de cosas para suplir el vacío moral que le han dejado su inconsciencia y su afán desmedido por el dinero, el poder y el disparate. (O)