¿Cuál es el momento para contar un trauma familiar? Me planteo esta pregunta luego de ver la película de Paolo Sorrentino, Fue la mano de Dios, donde se relata la muerte de sus padres cuando tenía diecisiete años. He seguido al cineasta italiano desde su segunda película, Las consecuencias del amor, del 2004, con una admiración que me ha devuelto la pasión por el cine italiano, tan venido a menos a fines del siglo XX luego de esa larga lista de maestros que tuvo su cima en Federico Fellini y que Bernardo Bertolucci prolongó ocasionalmente. Sin pretensiones experimentales –que a veces solamente es un discurso para justificar mediocridades sin sustancia y acabamiento– Sorrentino dialogaba con lo más vasto de su tradición y la entendía creativamente. Cuando llegó La grande belleza, su película de 2013, no solo me deslumbró su libertad narrativa sino que se produjo una identificación personal que me desarmó. Lo que contaba en esa película parecía hablarme a mí mismo como si la película proyectara todos mis temores imaginarios frente a una ciudad con la que no tengo una relación sencilla. La explicación quizá se deba a que pertenecemos a una misma generación. Hacia el final de La grande belleza recordarán que se produce una retrospección y el protagonista, Jep Gambardella (Toni Servillo), un escritor que había publicado solo una primera exitosa novela pero que no volvió a escribir más libros, recuerda un amor imposible que había tenido en su adolescencia, Elisa. Gracias a ese recuerdo recupera la esperanza de volver a escribir. Las otras películas de Sorrentino han abordado otros temas y problemáticas, como Il Divo, esa película humorística inspirada en la vida del político italiano Giulio Andreotti.

Roberto Calasso escribió en su brevísimo libro de memorias, Memè Scianca, publicado el mismo año de su muerte, en 2021, que “lo que nos es más cercano necesita un camino tortuoso para revelarse”. La casualidad me sorprende porque también ese mismo año Sorrentino estrena su película. El protagonista adolescente, Fabio Schisa, decide al final que quiere dedicarse al cine y se encuentra con un emblemático cineasta napolitano, Antonio Capuano (que existe en la realidad, treinta años mayor a Sorrentino), y le plantea su vocación. El Capuano de la película le pregunta, frente a las aguas de la Bahía de Nápoles, si realmente tiene algo que contar, si realmente tiene un dolor. Fabio le dice que quiere ir a Roma -la meca italiana por los estudios de Cineccità– lo que provoca en Capuano una reacción todavía más sarcástica y le insiste preguntándole a gritos si realmente tiene algo que contar, si tiene un dolor verdadero. Fabio termina por confesar que cuando murieron sus padres no le permitieron ver sus cadáveres. Capuano se suaviza y cambia de actitud. “Non ti disunire”, le dice y se lo repite, y la traducción aproximada sería: no te derrumbes, no te deshagas. Le sugiere que lo vaya a visitar cuando quiera y que podrían hacer cine juntos. En la vida real, Sorrentino colaboró con él en el guion de la película Polvere di Napoli.

A pesar del título, y que la película empiece con una cita de Diego Armando Maradona, lo que menos se va a encontrar es el tema del fútbol. Sí es un escenario de fondo ineludible para esa Italia de los años ochenta en la que la presencia de Maradona fue un revulsivo. Lo que destaca es que han pasado nueve películas para que Sorrentino termine por contar ese trauma familiar de la muerte de sus padres. Aunque Fue la mano de Dios tiene ese tratamiento libre y divertido para las escenas sueltas, con esa fotografía ondulante de acercamientos y distancias propias de la mirada cinematográfica de Sorrentino, puede que no guste la falta de una trama cohesionada. Y esta es la ecuación difícil cuando se abordan historias personales traumáticas y la imaginación pasa a un segundo plano. Como si la conversión de un problema en una ficción aparentemente ajena, no fuera en realidad una traición sino más bien un cuidado homenaje para que la emoción personal no sea incomprendida para el espectador que desconoce la vida del director de cine.

Vuelvo a Calasso: “lo que nos es más cercano necesita un camino tortuoso para revelarse”. La inmediatez testimonial cumple un papel de orden informativo y catártico. ¿Por qué entonces algunos creadores necesitan una vida, ese camino tortuoso, para contar lo que podrían haber dicho desde un comienzo? La respuesta viene dada por lo que desarrollan en el gran intervalo: la conversión de los remantes del dolor en una exaltación de la vida. Ese vacío, eso que no se dice explícitamente –esos cadáveres de los padres que Fabio no llegó a ver– son el soporte silencioso de los talentos realmente creadores. En una sociedad apresurada y sensacionalista que alardea de lo confesional, que busca la revelación de lo abrupto y violento, la capacidad para procesar y transformar la realidad directa queda reducida a unas pocas voces que comprenden que la imaginación cumple un papel mediador y que rechaza el exabrupto, el destape efectista y la simple develación. Fue la mano de Dios quizá no sea una película perfecta, pero precisamente por haber pasado por todo ese juego imaginario de sus creaciones previas se puede sentir ahora el pulso que latía debajo de la mirada de Sorrentino, aquello que inspiraba como núcleo oculto o ciego, una imaginación desbordada que no rechazaba a la realidad, sino que la dignificaba mucho más allá de lo que se supone sea lo real. Visto así, el omnipresente Maradona al que supuestamente alude la película, termina por desaparecer hacia el final, se vuelve una mera decoración de fondo, una anécdota banal sobre la que no hay mucho que decir, porque la vida verdadera lo supera, y eso solo es posible con el salto mortal de imaginar ficciones. La película confesional de Sorrentino es un espejo para hacernos percibir todo lo que antes fue liberado por la imaginación. (O)