La democracia es un sistema de gobierno que permite la convivencia pacífica de los que piensan distinto. Con esas pocas palabras alcanza, porque todas las otras cosas que decimos de ella son consecuencias de esta idea central. Y el sistema republicano se podría describir como la austeridad del poder: limitarlo en el espacio y en el tiempo para evitar la tiranía, que es una tendencia tan humana como el resto de nuestros instintos animales.

La elección popular parece el colmo de la democracia, pero no es más que una consecuencia de esa necesidad de convivir en paz. Por eso cualquier elección establece un ganador, pero también unos perdedores y las proporciones de representatividad de las mayorías y las minorías, de modo que el poder quede repartido como para que no haya abusos e imposiciones de las mayorías sobre las minorías sino convivencia entre unos y otros. El sistema parlamentario es más adecuado a este balance; el presidencial, en cambio, desequilibra la balanza para el lado del poder ejecutivo.

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El desafío de nuestra era no es la actualización de la división de poderes, sino la del sistema electoral a la sociedad de la información y a un pueblo cada día más numeroso y variopinto, para colmo menos ilustrado y por tanto más manipulable. Es por ese lado por donde hoy le está entrando agua a la democracia.

La elección popular parece el colmo de la democracia, pero no es más que una consecuencia de esa necesidad de convivir en paz.

Si comparamos la cantidad de habitantes que hoy tienen nuestros países con el tiempo que llevamos votando, cualquier acto eleccionario se ha vuelto una complejísima tarea logística que podría ahorrarse votando desde el celular, siempre que se guarden los recaudos que ocupa cualquier banco en sus transacciones online. Ya casi no hay excusas para el home-voting como no las hay para el home-banking que hace años nos ahorra un tiempo más valioso que el dinero.

Luz en las tinieblas

¿Quién manda a quién?

Pero hay algo mucho más urgente que aplicar los medios electrónicos. Se dice que ganar una elección tiene un precio. Se tarifa cada circunscripción, cada gobernación y también la presidencia. No porque estén en venta sino porque cualquier campaña electoral supone una inversión en publicidad, prensa, viajes, movilizaciones, mítines, locales, seguridad... y al final –te dicen– gana el que pone más dinero, entre otras cosas porque también se compran voluntades y el clientelismo sigue tan activo como en la época de Calígula. No es siempre así, pero cada día que pasa se acerca más a esa realidad que enferma el sistema electoral. Para ganar, hay que tener muchísima plata, así que hay que buscar a los que más tienen para invertir en poder político. Y los que ponen dinero buscan un rédito proporcional a esa inversión; así el poder político se vuelve rehén del poder económico.

El problema es todavía más grave porque hoy quienes tienen más dinero y más necesidad de la impunidad del poder son los narcotraficantes; y están invirtiendo en poder político dinero que les sobra. En toda nuestra América el crimen organizado va llegando a niveles cada vez más altos del poder. Y no solo en el ejecutivo: de su arremetida no se salvan ni los legisladores ni los jueces. (O)