Me temo que Richard Carapaz tiene razón. Aunque su proeza nos llena de orgullo y satisfacción a todos los ecuatorianos, ella no dice nada de nuestro desarrollo como país, ni de nuestra política de apoyo al deporte, ni de nuestra infraestructura en ese campo. Su medalla es el efecto de su propio esfuerzo y del trabajo de unos pocos, incluyendo algunos extranjeros. La polémica suscitada por sus declaraciones ya se diluyó, y lo más probable es que poco o nada cambie aquí, en las condiciones de nuestros deportistas como una parte de aquello que nos representa en nuestra pobreza, y en los rasgos fundamentales de nuestra sociedad. Richard volverá a lo suyo, y seguramente obtendrá nuevos triunfos en su brillante carrera. Y los ecuatorianos volveremos a nuestro deporte nacional: la queja. El Ecuador plañidero, campeón mundial de la quejica.

Si pensamos en Richard Carapaz, Jefferson Pérez, Andrés Gómez, Rolando Vera y otros pocos, deberíamos preguntarnos por qué tenemos solamente héroes deportivos en disciplinas individuales, mientras que nuestra historia en deportes colectivos carece de triunfos mundiales. Me parece que ello dice mucho de nuestra incapacidad para diseñar, construir y sostener proyectos nacionales. Realizamos la fábula moderna de la diferencia entre la olla hirviente de los cangrejos ecuatorianos versus la de los extranjeros. Somos un conventillo de 18 millones de habitantes nativos e inmigrantes, atravesado por chismes, envidias, rumores, rencillas, resentimientos de clase y autosabotajes permanentes, que disfraza su falta de rigor y seriedad con una proliferación infinita de trámites y formalidades innecesarias para matar los emprendimientos particulares. Un conventillo con quinto patio, que carece del espíritu de la colmena, que ha convertido la viveza criolla en una ciencia social y que no puede imaginar un proyecto nacional.

¿Necesitamos un líder? Probablemente, pero deberíamos empezar por distinguir al líder del caudillo, porque nuestra historia, hasta lo más reciente, es pródiga en la fugaz emergencia de caudillos con inconfesadas fantasías totalitarias, de aquellos que dividen a los ecuatorianos en dos bandos contrapuestos, para realizar su ensoñación sin que nada realmente cambie. Al contrario, un líder es el conductor de un proyecto colectivo en beneficio de todos, pero su elección y sostenimiento exigen un desarrollo y crecimiento de todos los ciudadanos en materia de educación, civilidad, cultura, reflexión y espíritu crítico. Es decir, todo eso de lo que carecemos como sociedad y país. Vivimos sumidos en la fragmentación donde impera la ley del más rico, el más fuerte y el más vivo. Es decir, mantenemos las condiciones más propicias para la aparición de un nuevo caudillo, y desestimamos la posibilidad de que aquellos a quienes elegimos devengan líderes, solamente porque no gritan ni muestran el pecho desnudo desde un balcón.

En síntesis, hay una lección de sociología ecuatoriana implícita en la historia de Carapaz y en sus declaraciones, para quien pueda leerlas de esa manera. Una enseñanza social de la que podríamos aprender todos, si realmente nos interesa hacerlo. (O)