Es natural que los niños, al notar que sus progenitores tienen una relación de pareja, expresen sentimientos amorosos hacia el padre del sexo opuesto y de rivalidad al del mismo sexo. Sin embargo, en lo que Freud llamó Complejo de Edipo –en la tragedia griega, Edipo mata al padre y se casa con la madre– opera la función paterna (padre, madre o sustituto), que ordena y prohíbe tales relaciones, anticipando a los niños que a futuro podrán tener su propia pareja.

Dicho esto, veo la conducta generalizada de niñas entre 7-12 años que se encierran en sus cuartos a probarse ropa, peinados y maquillaje. Angustiadas por su peso e imagen, invierten tiempo y energía en cambiar de look y parecerse a su modelo o influencer favorita. Hoy las niñas se asemejan a las muñecas Barbies con las que jugábamos de chicas.

Un interesante texto de J. R. Ubieto (2019) plantea que los malestares de la infancia, entendida esta como un concepto histórico y cambiante, deben leerse no como trastornos individuales, sino como síntomas de una era de transformaciones que afectan el trabajo/saber, la dinámica familiar (desorientación, soledad, violencia) y el vínculo tecnología-capitalismo: “Una sociedad regida por el tiempo hiperactivo, por el zapping como modo de vínculo, por la instantaneidad en la exigencia de satisfacción, sería extraño que no produjera niños con trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH)”, ilustrando el nuevo régimen del tiempo.

Añade Ubieto que la infancia no es un momento cronológico sino un tiempo lógico (J. Lacan); un primer tiempo para mirar, abierto a lo inacabado, a lo que está por construir. Tiempo para fracasar y aprender, para la sorpresa y curiosidad, para formar síntomas y defensas (pudor, vergüenza, ideales) con los que hacer frente a lo más íntimo del ser. Tiempo en el que asoman la sexualidad y la muerte, que precisan de velos antes de abordarse. Tiempo para cruzar del presentimiento a la realización: “Un lugar desde donde mirarse y que no les devuelva una imagen de sí mismos como una mancha opaca”.

Retomo el título y observo la necesidad de que las niñas vivan una infancia plena. ¿Pero cómo hacerlo si las instamos a ser aquello que no fuimos, si las hipersexualizamos alentándolas a imitar poses adultas, si las tratamos como mejores amigas, o les demandamos ser siempre ganadoras? Las niñas no deberían ser objetos de satisfacción de nadie.

Cuando el mercado autoriza y los lazos familiares se desvanecen, ser padres es un acto de amor. Es acompañar a las niñas en su devenir y darles espacio para expresar su malestar. Es no etiquetarlas; para E. Laurent hay una locura por diagnosticar la infancia con TDAH, autismo, bipolaridad. Es ayudarlas a pensar que no es imperativo ser parte del rebaño consumista que demanda gratificación inmediata y absoluta, sin que medien reflexiones y límites. Pero si eligieran serlo, aprenderán que cualquier goce, si no se frena a tiempo, es proclive a desbordarse.

En la tragedia de Sófocles, cuando Yocasta conoce que no solo es esposa sino madre de Edipo, se suicida. Edipo se hiere los ojos con el broche de su vestido y queda ciego. (O)