En la carretera de La Habana a Varadero, a mediados de 2009, vi aparecer de pronto una niña de unos 12 años. Agitaba una bolsa de plástico que contenía quesos. “Está prohibido que venda, está prohibido comprarle”, me dijo muy seria la conductora del taxi oficial que acababa de tomar en el aeropuerto. Le pedí que se detuviera. La niña se acercó tímidamente. Le pagué unos dólares, se sorprendió, me dio la bolsa y salió corriendo. Fue mi primer contacto con el delicado tema del ganado vacuno en Cuba.

En una plaza de la Habana donde se venden libros del Che Guevara, compré Geografía de Cuba (1950) del historiador Levi Marrero. Ilustrado bellamente con mapas, fotografías y gráficas, ojearlo fue una revelación: antes de la Revolución, Cuba –país naturalmente hermoso y fértil– tenía evidentemente una economía rica y diversificada. Por curiosidad abrí las páginas sobre “Industrias Zoógenas” y constaté datos sorprendentes: en 1946, Cuba tenía 4′135.000 cabezas de ganado, una proporción de 0,87 de res por habitante, más del doble del per cápita mundial (0,35). El 42,9 % de la superficie de Cuba se dedicaba a pastos. Desde 1940 Cuba no sólo era autosuficiente en carne: la exportaba. La producción anual de leche era de 400 millones de litros, de los cuales se vendían 235 millones.

El periodista estadounidense Marc Frank (residente en Cuba desde hace décadas, autor del libro Cuban revelations) bromeaba en una conferencia sobre la futura posibilidad de que los cubanos pudieran matar a sus vacas sin sufrir severas sanciones. “Ustedes deben entender –dijo, describiendo el cuadro anterior a la revolución– que el consumo de carne y leche estaba fuera de las posibilidades de muchos cubanos, que debían conformarse con comer carne de res en salmuera y, de ser posible, pescado en sal, huevos, cabra, puerco, pollo, frijoles”. La revolución corregiría esas inequidades. ¿Cómo se llegó, entonces, a la prohibición de matar vacas?

Tras la revolución, había habido una concatenación de fatalidades: las fincas nacionalizadas padecieron por la inexperiencia de los nuevos granjeros, el éxodo de técnicos, la mala administración y los huracanes. Ante la escasez de carne y leche, “se necesitaba una nueva racionalidad”. Y Castro la proveyó en detalle: como los índices de proteína en la carne de res son más altos que los de cualquiera otra (y dadas las necesidades de proveer de leche a niños y ancianos), por un imperativo moral y por patriotismo, los cubanos debían abstenerse de matar vacas. Había que “poner la conciencia sobre el instinto animal”, decía Fidel Castro (que –acoto yo– en su mesa personal satisfacía el instinto animal sin cargos de conciencia). En 1964 todos los cubanos recibieron la orden de registrar a sus vacas. Para asegurar que no las mataran surgieron los inspectores de vacas, y tiempo después, los inspectores de los inspectores de vacas.

Hasta ahí la piadosa narración de Frank, pero la verdad es otra. Quizá no eran tan pocos los cubanos que no podían comer carne antes de la revolución. Según las estadísticas de 1958 (derivadas del confiable censo de 1953), para una población de poco más de 6 millones de habitantes, había 6,325 millones de reses, es decir, una res por persona. El consumo anual per cápita había subido a 112 libras. Cuba tenía la más alta ingesta de proteínas per cápita de América Latina, después de Argentina y Uruguay. En 2015, según reconocía el propio Frank, había 4′100.000 vacas para una población de 11 millones.

En ese mismo año, la tarjeta mensual de racionamiento (cuyo valor de compra era 20 dólares) no incluía carne de res ni siquiera en salmuera, tampoco pescado en sal, cabra o puerco. Sólo cinco huevos, media libra de pollo (importado de Estados Unidos). El cubano asalariado tenía que reunir dos salarios íntegros mensuales para comprar 800 gramos de queso o casi tres salarios para comprar un kilo de carne de res.

Han pasado 62 años y acaba de ocurrir el milagro: ahora los cubanos pueden vender sus vacas o sacrificarlas, siempre y cuando cedan al Estado la mitad de su carne. (O)