Escándalos de distinto calibre y alcance político han estallado en varios países de América del Sur en torno a la distribución de las vacunas contra el COVID-19. Las medallas se llevan Argentina y Perú.

En el primer caso, el ministro de Salud fue obligado a renunciar tras la denuncia de un periodista cercano al gobierno, Horacio Verbitsky, que desató varias investigaciones. Se descubrieron horrores: desde una sala de vacunación vip en pleno Ministerio de Salud para los cercanos y amigos del ministro, hasta redes clientelares de distribución para favorecer a las bases y dirigentes de La Cámpora, la organización kirchnerista dirigida por el hijo de Cristina Fernández. En el medio, redes de favores de amistad y parentesco para acceder a la vacuna. Una partidización de la salud en momentos de pandemia, como llaman algunos a esta lógica. Para otros, un acto kirchnerista que nada debería escandalizar: otra estructura de privilegios y derechos generada desde el Estado.

En todos los países donde saltan escándalos se repite una práctica bastante común: eludir las estructuras formales del Estado para canalizar las vacunas sin planes y protocolos claros y transparentes de atención a las poblaciones vulnerables. Más bien lo contrario: protejo y atiendo a los míos.

En el Perú se descubrió que el expresidente Martín Vizcarra, su esposa, su hermano mayor, exministros, funcionarios públicos, familiares, amigos de funcionarios y otros políticos peruanos –la BBC de Londres habla de al menos 487 personas– recibieron en secreto pruebas experimentales de la vacuna china en octubre del año pasado.

El gobierno de Vizcarra firmó luego un contrato con la empresa Synopharm para comprar 36 millones de dosis. La ministra de Salud se vio obligada a renunciar por una gran mentira a los ciudadanos: aseguró que se vacunaría al final del proceso como capitana del barco, cuando había recibido la primera dosis cinco meses atrás.

En Ecuador, las declaraciones del ministro de Salud, Juan Carlos Zevallos, revelaron el modo familístico de manejo de la política estatal cuando quiso justificar la vacunación en un centro de atención de adultos mayores donde se encontraba su madre, sin estar incluido en el plan original.

La semana pasada se conocieron, además, unas cartas enviadas por el ministro de Salud a varios rectores de universidades proponiéndoles formar parte del plan cero.

Actué, dijo entonces Zevallos, como ministro, médico e hijo. Allí radica exactamente el problema: a lo de hijo se podría agregar esposo, padre, suegro, cuñado. La condición de ministro le da la posibilidad de ser un buen hijo. No cuadra el asunto por ningún lado. Todos queremos ser buenos familiares, pero en el marco de estructuras transparentes de respeto a lo público y a un sentido universal de ciudadanía.

Los tres casos desnudan las estructuras reales del funcionamiento del Estado, el uso de ese poder que hacen las élites gobernantes, las mentiras, las estructuras de privilegio y de exclusión que generan, el secretismo, y su distancia enorme hacia lo público y lo ciudadano sin añadidos, como la de ser buen hijo o buenos patrones y protectores políticos. (O)