En un tiempo de plena efervescencia social debido a la protesta popular que se había dado a fines del año 2019, con gran participación de mujeres, la Academia Chilena de la Lengua publicó en 2020 el libro Sexo, género y gramática: ideas sobre el lenguaje inclusivo (Santiago de Chile, Catalonia, 2020), que recoge trabajos de autores miembros de esa corporación. Todos quienes reflexionan, con fundamentos históricos, lingüísticos y simbólicos, sobre el llamado ‘lenguaje inclusivo’ reconocen que este proviene de una demanda social urgente que busca, por diversos medios, conseguir la igualdad social de las mujeres.

Desde 2018 la directora de la Academia Chilena de la Lengua es Adriana Valdés, especialista en literatura, profesora de estética y traductora. Sus libros tratan asuntos culturales y artísticos contemporáneos; uno de ellos, Mujeres, culturas, desarrollo: perspectivas desde América Latina (1991), aborda los cambios culturales en América Latina y sus repercusiones en la vida de las mujeres. Valdés no es una defensora del orden patriarcal, pero espera que el público pueda diferenciar la lengua –el sistema histórico que permite funcionar un lenguaje– y el discurso –el uso particular que los hablantes hacen de una lengua–. La lengua no es machista ni discriminatoria.

“Las academias resisten la idea de que sea la lengua misma la que aloja los prejuicios; más bien sostienen que la lengua, como instrumento, refleja males que no se arreglarían modificando la gramática. Para ello sería necesario modificar los hábitos de la sociedad”, dice Valdés. La mayoría de las propuestas de quienes aún creen que los cambios en la lengua se dan porque así lo exigen especialmente grupos universitarios y colectivos feministas (esta pretensión lleva más de treinta años en el mundo) encuentra reales dificultades de comunicación, lo que contradice la milenaria experiencia comunicativa del lenguaje humano.

¿Lenguaje inclusivo o sociedad inclusiva?

Al mismo tiempo que debemos fomentar una lengua respetuosa, tenemos que acudir al uso del sentido común para ver lo impráctico que resulta el llamado ‘lenguaje inclusivo’. Carlos González ejemplifica esto con un refrán que para todos tiene un sentido: en su versión normal (que sigue la norma de la mayoría) es: “El perro es el mejor amigo del hombre”. Si practicamos el femenino como genérico: “La perra es la mejor amiga de la mujer”. Pero esto ya no significa lo mismo que el original. Si usamos formas desdobladas: “El perro y la perra son los mejores amigos o las mejores amigas del hombre y la mujer”.

Si recurrimos a formas colectivas: “Los seres caninos son las mejores amistades de los seres humanos”. Si apelamos a formas abstractas: “La perrez es muy amistosa con la humanidad”. Y, si acudimos a caracteres (impronunciables en la lengua hablada) que no marcan género: “@l perr@ es @l mejor amig@ de @l ser human@”, “xl perrx es xl mejor amigx de xl ser humanx”, “Le perre es le mejor amigue de le humane”. El antiguo refrán que comunicaba una idea clarísima ya no parece terrestre ni terreno; se volvió inentendible. Si buscamos la igualdad de las mujeres debemos cambiar nuestro pensar y hablar (el discurso), no la gramática. (O)