Hasta mediados del siglo pasado la mayoría de los libros se vendían con sus páginas en folios sin cortar. Tal como salían de la imprenta se los doblaba, encuadernaba y enviaba a las librerías. Para leerlos era menester proveerse de algún objeto cortante que separara los pliegos, concluida esa operación surgía el libro como flor en botón que se abre. El instrumento idóneo para esa operación era el cortapapeles, pequeños cuchillos con frecuencia de bello diseño, nunca demasiado afilados. La apariencia de los libros abiertos de esa forma era singular, pues los cantos del volumen adquirían un aspecto y un tacto aterciopelados. Mi gusto era abrirlos con una sierra de cortar pan, el resultado era menos homogéneo y la sensación al pasarles la mano más intensa. Estos eran los llamados libros intonsos, que etimológicamente quiere decir sin afeitar. La palabra se aplicaba también a los aspirantes a clérigos que no habían recibido todavía la tonsura, que era ese círculo rapado que llevaban hasta el Concilio Vaticano II (1962-65) los sacerdotes católicos y que demostraba su consagración.

En su antológico cuento El aleph, Jorge Luis Borges relata que solía regalar a su amada Beatriz Viterbo libros que, tiempo después, él encontraba en la biblioteca de ella con las pliegos intactos, estableciendo con seguridad que no los había leído. El escritor dice que “aprendió” a cortar las páginas para no experimentar, digo yo, esa atroz sensación de indiferencia y hasta de desprecio que provoca el saber que un obsequio no ha sido apreciado. Los tiempos han pasado y ahora es excepcional encontrar en librerías un tomo intonso, pero no es necesario que un libro regalado sea de tal calidad para comprobar, ¡oh, dolor!, que un ejemplar que seleccionamos con afecto y cuidado, y hasta quizá con amor, tampoco mereció la lectura del destinatario, por más que sus páginas hayan sido nítidamente cortadas en una guillotina industrial.

Para darte cuenta de que has pinchado en hueso, basta una pequeña incongruencia o una leve vacilación del destinatario de nuestro presente al comentarlo, pero cada vez es más frecuente que admita paladinamente que no lo ha abierto, pues no leer es una omisión que cada vez causa menos vergüenza. También puede ocurrir que se eligió mal la materia o el género de la obra, en realidad, no interesa al regalado, pero siempre el regalante obsequia un objeto, un libro, en este caso, que a él mismo le gusta. Es un generoso intento de compartir el disfrute de un texto que le ha parecido interesante y placentero. Comprobar que no se comparte los mismos gustos es doloroso, si los dos implicados son lectores, pero no tanto como enterarse de que el otro considera a la lectura como un ejercicio fútil o aburrido. En el primer caso debe primar el respeto y si estás en el segundo no trates de convencer al intonso, a ese que no se ha consagrado al culto sagrado del verbo escrito, a tu fe en el libro. Es inútil, como inútiles han resultado todas las campañas de lectura en todo el mundo. Es una ilusión creer que en el pasado se leía más, los tonsurados en esta liturgia siempre seremos minoría. (O)