No esperen objetividad en mis palabras. Mi relación con Lima es parcial y subjetiva. Viví allí cinco años, lo que es decir poco, o decir mucho, o al menos decir algo. Y ahora vengo de visitarla en la Feria del libro del Bicentenario para ponerme al día. La que Salazar Bondy denominó Lima, la horrible, citando las palabras del poeta César Moro, no era una degradación de la capital peruana, sino un contrapunto de bajada de tono al chauvinismo que la elevaba a joya virreinal y republicana.

Lima es caótica, le da la espalda a todo el país, expone sus riquezas y sus miserias con extremos vergonzosos, es una de las peores ciudades del mundo para conducir (compite con Nápoles, El Cairo o Nueva Delhi, que no es decir poco), siempre está nublada y tiene una humedad que bate récords para asmáticos y melancólicos. Sus discusiones internas son monumentales y feroces, y no menos en el campo de la literatura, donde a pesar de las reducciones cada vez mayores de los espacios de prensa, todavía sostiene un sano flujo de debates y discusiones, tanto como de celos y envidias.

Aún así, Lima es una ciudad fascinante porque no deja de ser una amalgama de ese hervor latinoamericano que escapa a los reduccionismos racionales que hacen correr el riesgo de perder el pulso de la vida. Lo que en otro tiempo pudo ser considerado una falta de identidad, resulta ser el pasaporte informal para comprender el caos del mundo, sin tener que ir muy lejos de casa. Los que sueñan con Bombay, vayan a Lima. Los grandes panoramas sobre las realidades del Perú cifradas en su capital, que trazaron en su momento autores como Vargas Llosa, Bryce Echenique y Ribeyro, conviven con las miradas de decenas de otros autores contemporáneos que abordan aristas originales, como han hecho y hacen Miguel Gutiérrez, Mario Bellatin, Iván Thays, Patricia de Souza, Fernando Iwasaki, Ricardo Sumalavia, Karina Pacheco, Renato Cisneros, Katya Adaui, Martín Roldán Ruiz, Enrique Planas, Gustavo Rodríguez, Leonardo Aguirre, por hablar de narradores que saltan libremente de la Lima real a otros mundos cargados de una óptica peruana que, en resumen, incorpora todas las sangres con su respectiva ebullición. Sigo con curiosidad las novelas y cuentos que estos y otros narradores peruanos escriben de manera imparable. Pero mi debilidad particular es con la poesía peruana, quizá porque ante esa dispersión de sus narradores, es con los poetas donde parece que las aguas se calman y se decanta la totalidad. Luego de los titánicos César Vallejo, Martín Adán y Moro, mi línea de lectura continúa con Westphalen, Eielson, Blanca Varela, Antonio Cisneros, Watanabe, Montalbetti, y con nombres más jóvenes como Eduardo Chirinos, Rosella di Paolo, Renato Sandoval y Lorenzo Helguero. Chirinos murió joven en 2016, y aún así su obra es amplísima. Debo mencionarlo porque ocurre algo particular con sus escrituras, dicho en plural. Mientras los poetas anteriores mantuvieron y mantienen una suerte de continuidad y unidad progresiva en su poesía, Chirinos parece la suma de la exploración y la diversidad: todas las escrituras. No parece un poeta, sino decenas de ellos, como si de pronto él mismo ejerciera la realización extrema de varias líneas de la poesía peruana, a las que antologó y sobre quienes escribió ensayos de interpretación. Chirinos abrió la puerta de la multiplicidad de registros en un mismo poeta. El Pessoa peruano.

Me dirán que son muchos escritores. Sería lo mismo si mencionara barrios y calles de Lima, restaurantes y cocineros, cantantes y futbolistas. Así me tocó mi relación con el Perú. Soy fiel a mis limitaciones. Avisé que no esperen objetividad en mis palabras. Mi relación con Lima es literaria y tentativa.

Gracias a sus escritores mi percepción se ha enriquecido, no para entender más a su ciudad o su país ­–serían limitados si solo sirvieran para dar un retrato– sino para comprender cómo procesa un escritor su relación con el lenguaje y la realidad. En su capacidad para enajenarse y lanzarse por el mundo es donde disfruto ese humor limeño, esa suave melancolía en la que conviven el orgullo por su tierra con la crítica desesperanzada, y que quizá se cifra en la lisura limeña, en la aplicación y la conciencia crítica de la huachafería y el disfuerzo. Lima se levanta como un jardín recargado de sierra y selva en medio de un desierto desolador. Para no olvidarlo, de cuando en cuando uno se encuentra las enormes huacas en medio de sus barrios, como si ese mismo desierto se irguiera en cuerpo y masa para decirles que no hay nada definitivo y que una modernidad huidiza revela siempre su vacío esencial.

O mejor: el país se recuerda así mismo en el minúsculo ceviche que reúne a la costa en el pescado y a la sierra en esos granos de maíz que atenúan el picante. A fin de cuenta el limeño se ve obligado a ser la síntesis de un país enorme (es dos veces y media más grande que España) y sabe que no lo resolverá jamás. En buena hora, escapar de los lineamientos identitarios genera un problema provechoso: seguir buscándose, seguir probando, intentarlo todo, no dormirse en falsos laureles. A veces eso se manifiesta en una fila de presidentes impresentables, que los peruanos se han encargado de destituir sin remilgos, así como se manifestó en aberraciones mortales y milenarias que tuvieron su peor representante en el terrorista Abimael Guzmán, el líder de Sendero Luminoso.

No hay un sendero y no es luminoso, parecen decir los limeños, a lo mejor ni hay sendero y no habrá jamás solución. Aprendí en las playas de Lima que las figuras son difusas entre la niebla y pocas veces tienen la forma abstracta de la perfecta línea del horizonte. Mientras tanto queda cultivar un jardín en medio del desierto, volcar lo mejor del país en un plato, amar el mar. Avisé que no esperen objetividad en mis palabras. Mi relación con Lima será siempre brumosa y especulativa. (O)