Prohibir la explotación minera metálica a gran escala en las zonas de recarga hídrica es la voluntad democrática del 80 por ciento de los ciudadanos de Azuay. Más allá de la evidente integración del ambientalismo como fuerza política, reflejada en los últimos resultados electorales, la industria minera enfrenta una auténtica alerta que pone en riesgo su “licencia social” para operar como contribuyente al desarrollo económico, en un sector marcado por la creciente conflictividad socioambiental.

La clara brecha de implementación que existe entre la norma y su efectiva puesta en práctica representa el principal desafío de la industria, que está fragmentada en dos grandes grupos: la minería industrial de gran escala y la minería artesanal y de pequeña escala. Una fragmentación que opera desde la formalidad y la informalidad y constituye la principal fuente de conflictividad en todo el ciclo minero. Una tensión que exige un diálogo inclusivo, eficaz y productivo, que solo gana legitimidad a partir de la formalidad de sus actores.

¿Puede el sector extractivo de minerales integrar un enfoque de derechos humanos como compás estratégico? La minería industrial tiene la oportunidad de progresar su rentabilidad económica hacia la rentabilidad social sostenible. Al integrar a la minería artesanal y de pequeña escala en su cadena de valor, no como simples beneficiarios sino como partes interesadas, se crean las condiciones formales necesarias para gestionar, de manera integral, la exigibilidad de los estándares de los derechos fundamentales, elevando a la minería hacia una dimensión centrada en la justicia socioambiental.

Una transición justa, que responda ante la necesidad de generar riqueza frente a la obligatoriedad de proteger el medioambiente, integrando innovación tecnológica y social, con criterios de ciencia y justicia, para estimular un desarrollo sostenible de la industria desde el frente social, económico y ambiental. Frentes que reclaman acciones y resultados inmediatos, medibles y evaluados en torno al trabajo decente y el estímulo del emprendimiento, el fortalecimiento de las condiciones de salud y seguridad laboral y comunitaria, el impulso de la igualdad de género y la tolerancia cero al trabajo infantil. Desde el frente ambiental, lograr un balance neto neutro o positivo sobre la biodiversidad, garantizar seguridad y calidad hídrica y establecer metas progresivas para gestionar la huella de carbono y las causas del cambio climático.

Sincronizar este esfuerzo exige un compromiso con la gobernanza y la transparencia institucional, para fortalecer la confianza social sobre la que descansarán decisiones estratégicas para nuestro modelo económico, desde definir si se integra o no la actividad extractiva en nuestros objetivos de desarrollo sostenible o si se concreta una hoja de ruta alterna, realista y concreta, donde nuestro crecimiento económico entre en armonía con la naturaleza, sin la sombra del extractivismo clásico definido por intereses particulares o el neoextractivismo capturado por el Estado. Hoy, en el posextractivismo la naturaleza y el respaldo social definen sus límites. (O)