Crecí viendo la cárcel en la vereda del frente de mi casa. Crecí viendo a los presos salir de la cárcel a realizar tarea de plomería o jardinería. No era raro verlos caminar por las calles de la pequeña ciudad junto a un guardia con traje y gorra de color caqui y sin más arma que un pequeño tolete. Algunas veces entré en la cárcel, acompañando a papá a visitar a algún enfermo; con mi empleada a mandarme a hacer unas anheladas alpargatas, porque quien las hacía estaba preso; y, a dejar cobijas, comida o ropa cuando mamá lo disponía. Al pabellón de las mujeres se entraba por la puerta posterior, y era, según creo, más una casa de acogida que una prisión. Nunca tuve miedo de vivir a veinte pasos de la cárcel, aunque entendía que los presos estaban ahí porque habían hecho algo malo, también sabía que eran seres humanos, hombres y mujeres de carne y hueso.

Esa cárcel, la vieja cárcel de adobe y barro de mis recuerdos era en mi natal Latacunga. Ahora el moderno, enorme y peligroso centro de detención regional se encuentra a pocos kilómetros de aquel viejo edificio; sin embargo, lo que ahí, y en las cárceles de Cuenca y Guayaquil, está sucediendo es innombrable.

El Ecuador se quebró el pasado 23 de febrero. La violencia en las cárceles que dejó alrededor de ochenta muertos nos mostró como una sociedad enferma. Un pobre país. Para quienes creímos que los negociados con medicinas, fundas para cadáveres y mascarillas, en plena pandemia, fueron lo más execrable, las revueltas carcelarias nos hicieron llorar.

No veo mucha televisión, pero en busca de información y respuestas sintonicé algunos noticiarios y hasta hoy, más de una semana después de estos tristes hechos, no logro entender cómo logran hacer gala de mediocridad ¡sin despeinarse! No concibo el hecho de que no encuentren (o no busquen) alguna información científica, cultural, turística ¡ALGO! que nos recuerde que estamos vivos, que en este país no solo hay robos, muertes, corrupción y violaciones. Que nos cuenten que hay autores jóvenes que están cambiando nuestra literatura; gente que investiga; que canta, que enseña, que crea, que cura.

No pueden; bueno, poder pueden, pero no deben los canales de la televisión nacional ser parte de la enfermedad. Lo peor del caso es que la complicidad con la violencia no termina en el noticiario sino que sigue con la telenovela de narcos que pasan a continuación.

Si estas empresas encargadas de proveer los consumos culturales a la sociedad promueven tanta violencia, porque al parecer solo les interesa el dinero que pueden obtener a través de tanto morbo, qué podemos esperar de aquellos presos, probablemente semianalfabetos.

Creo que es hora de que el Gobierno nacional les pida cuentas, porque como suelo decir en mi cuenta de Twitter: “Nuay derecho”.

Ahora solo cabe preguntarnos: ¿Qué vamos a hacer como sociedad? ¿Seguiremos viendo y auspiciando noticiarios? ¿Cómo vamos a asumir el dolor de las madres y familiares de los muertos? ¿Vamos finalmente a pagar la deuda social o vamos a seguir instalados en la injusticia y tan campantes? (O)