Confieso estar pasando por una profunda decepción con el urbanismo. Creo válida —aunque tardía— la reflexión sobre las cosas que estamos haciendo mal en el gremio. Al igual que lo ocurrido con la arquitectura décadas atrás, estamos dejando que una corriente de pensamiento se atrofie hasta convertirse en una moda. Pareciera que esta tendencia general a convertirlo todo en modas viene de nuestra actual propensión a resumirlo todo en imágenes. Lo visual tiene la gran virtud de expresarnos varias ideas simultáneamente; pero adolece de una gran desventaja: deja que dichas ideas sean ordenadas según los caprichos del observador. La imagen transmite ideas, pero no articula pensamientos.

Y así como la arquitectura quedó reducida a un montón de fachadas excéntricas, el urbanismo se está quedando en el placentero y despreocupado corral de la imagen. Cierto es que mucho se ha avanzado en cuanto a los requerimientos de la ciudadanía y el espacio público. Pero siento que el amor por la imagen se queda en lo superficial. Dejamos a un lado la receta del pastel y nos quedamos solamente con su pastillaje. Mejoramos los espacios caminables, reducimos el impacto de la circulación vehicular; pero quizá todo eso no sea suficiente.

Paralelamente, la capital me está dejando un amargo sabor a déjà vu en la boca. El Quito del siglo XXI se me parece cada vez más al Guayaquil del siglo XX. Pone sus esperanzas en grandes proyectos, pero ignora una cotidianidad fragmentada y dividida; donde las posturas antagónicas no sirven para llegar a acuerdos, sino para reforzar el espíritu de cuerpo contra aquellos que no piensan igual a nosotros.

Ecuador tiene dos parches con más de tres millones de habitantes.

A veces siento que los urbanistas nos olvidamos de las historias humanas que hay detrás de esos escenarios que armamos con tanto esmero. Me incluyo en esta falta.

No debemos olvidar que detrás de las manchas en los mapas, de los números en los archivos de Excel hay gente con problemas y con alegrías; casi siempre son más frecuentes los primeros que los segundos.

Al niño indigente que inhala goma porque no tiene ni para comprar hache, no tiene por qué agradecer que los pasos peatonales estén pintados de colores. A la chica que llora en el asiento de un Uber porque sus padres la expulsaron de la casa, luego de haber quedado embarazada por el pastor de su iglesia, no le mejora el día el que haya macetas pintadas en las veredas. El caballero que está sudando frío, mientras descubre en su laptop que no le alcanzarán los fondos para pagar las letras vencidas del carro y la hipoteca, y que está considerando cubrir ese desbalance haciendo un viaje a Miami con una maleta que no debe abrir, no se consuela con saber que frente a su oficina hay servicios gratuitos de bicicletas y scooters.

La ciudad puede ser vista como un evento urbano, cultural, económico o social; pero no debemos olvidar nunca que se trata de las personas y sus historias. Cuando comenzamos a apreciar a la ciudad como un libro de cuentos enorme es cuando nos damos cuenta de lo que es relevante, y podemos comenzar a descartar lo superficial. (O)