Si el arte de la memoria solo consistiera en dar cuenta de datos, información y revelaciones, un diario íntimo sería el procedimiento puntual y fiable. Sin embargo, desde hace siglos, desde Las Confesiones de Agustín de Hipona, a finales del siglo IV, de la que se ha dicho que es la primera autobiografía escrita en Occidente, el arte de la memoria se contrapone a la acumulación de datos. Entre diarios y autobiografía hay un abismo. Parecen unidos por el puente de un relato, si no fuera porque en los primeros la anotación cotidiana está avanzando hacia el futuro, y en las memorias todos los pasos se lanzan hacia el pasado. María Zambrano iría más allá, diciendo que la confesión comienza siempre con una huida de sí mismo. Extraña huida de un presente donde se toma perspectiva del camino que llevó hasta el mismo punto del que el memorialista huye. Este vaivén, esta oscilación verbal hacia una aparente ausencia de lo que se perdió es una pregunta sobre si realmente está perdido ese pasado, si no ha continuado precisamente hasta hoy. Puede incluso ser el deseo de olvidar: esa operación misteriosa que consiste en descargarse del relato para aliviar a la memoria.

Pero se huye para encontrarse consigo mismo. Esto, de alguna manera, quiere sugerir la posibilidad de que en el lugar donde uno se encuentra ya no esté uno mismo, sino otro, al que arrastraron las circunstancias. Visto así, lo que ocurre en la escritura de unas memorias es una paradoja constante, en movimiento. Ya no es simplemente un acto de aparente vanidad, la de contar en detalle los acontecimientos de una vida, sino una operación de contrastes. La huida se da hacia una recuperación, al rastreo de un posible sentido que duerme en el pasado oculto, del que antes nunca se ha dicho nada. La variedad misma con la que se nombra a este tipo de escritos señala sus matices: confesiones, autobiografía, memorias, recuerdos, y la más reciente incorporación: autoficción. ¿Realmente puede decirse que no hay ficción en un memorialista, es decir, que no hay ninguna figuración elaborada que articula un sentido para ese pasado? ¿La fuente de ese recuerdo, la memoria, es fiable como documento? La lectura de este tipo de registros debe ser consciente de que se ha articulado todo un recorrido por ese pasado desde un presente que está en silencio pero que lo determina.

El caso de Las confesiones de Rousseau es estremecedor. Con el mismo título del libro de Agustín de Hipona, Rousseau lleva a cabo una operación completamente diferente. Agustín va a Roma y Milán y a través de los filósofos encuentra a su Dios. Rousseau se va de Suiza a París y encuentra a Voltaire, y al mismo tiempo que descubre el éxito literario encuentra la envidia y la frivolidad del ambiente parisino. Huye de él pero la sociedad ya no se lo va a permitir: será escrutado hasta el menor detalle y sufrirá persecución. Mientras en la época de Montaigne todavía se quemaba vivos a pensadores heterodoxos como Tomás Moro, Servet o Giordano Bruno, la sofisticada era de la Ilustración francesa empezará algo parecido a una cultura de la cancelación anticipada, de la que Rousseau será su víctima ejemplar. Sus confesiones, escritas en Inglaterra, lo lanzan hacia un pasado idílico en el que su memoria se refugia con felicidad. El lector avanza en ellas descubriendo ese aprendizaje gradual y libre en el que se desenvuelve Rousseau con estrecheces económicas, y con más de una peripecia novelesca, y no se atisba el tremendismo que el mismo se encarga de anticipar, hasta que llega a instalarse en París y se desatan envidias, traiciones y dobles juegos que lo atormentan. No apto para asumir su responsabilidad paterna, la confesión terrible de haber dado a sus hijos a un hospicio de huérfanos apenas nacieron lo marca y atormenta, con la paradoja de haberse preocupado por escribir sobre la educación natural de los seres humanos. A ratos parece un chivo expiatorio de una sociedad parisina que no tolera que alguien a quien encumbró no se pliegue a sus ritos. Expulsado de todas partes, Rousseau huye, como advierte Zambrano, y cuenta su vida.

Mientras Agustín declara que es absurdo pensar que él escribe solo para dirigirse a Dios, que no necesita sus palabras, sino para exponerse a una pequeña parte del género humano que pueda leerlo, Rousseau alude a un juicio final donde su confesión muestre lo honesto que ha sido al contarlo todo. Solo que ese propósito se deshace conforme avanza en su libro. Rousseau quiere salvarse a sí mismo recuperando lo mejor de su pasado. De ahí el logro del estilo cuando dedica cientos de páginas, la mitad de su libro, a su infancia y juventud, estilo que se fragmenta y se deshace cuando está más próximo a lo que él denomina sus tinieblas. El final abrupto de Las confesiones muestra esa perplejidad de las persecuciones que sufría.

Jonathan Israel, en su espléndido libro La ilustración radical, recordaba que Rousseau fue desenterrado de su tumba rural y llevado al Panteón parisino de figuras ilustres en 1793, en medio de una aclamación general, como una de las figuras reivindicadas por los revolucionarios franceses. También señala que quizá sus ideas ilustradas no eran tan radicales como las de Spinoza o Diderot, y que debían mucho también al resto de enciclopedistas de su época, desde el rechazo a la tradición, la revelación y toda autoridad institucionalizada. Las confesiones se publicaron cuatro años después de su muerte. En esos pasos recuperados hay un pulso y un recorrido que exhibe la ferocidad de una sociedad de extremos que busca a dioses o los destruye casi siempre sin ver el rostro de los seres humanos que los rodea. Por eso la memoria es más fiable para sacar esos rostros a la luz, antes que los discursos y las ideologías que todo lo simplifican en bandos que se consideran discípulos de la verdad. (O)