Las naciones suelen fundarse sobre mitos. Cuenta la leyenda que Marte engendró a los mellizos Rómulo y Remo, que fueron arrojados al río Tíber en una canasta, y que los rescató la loba Luperca, para refugiarlos y amamantarlos en el Monte Palatino. Otras fuentes dicen que los fundadores de Roma eran descendientes de Eneas, héroe de la batalla de Troya. Del lado de nuestra América, se dice que el dios Sol, Inti, envió a sus hijos Manco Capac y Mama Ocllo para llevar orden y civilización a la humanidad. Salieron, según el Inca Garcilaso de la Vega, del lago Titicaca y caminaron hasta el sitio en donde se hundiría una vara o cetro de oro, y allí fundarían su imperio. Ese lugar fue el Cusco, el centro del mundo para los incas.

Para enero de 1830, Bolívar está enfermo y resignado a la indetenible disolución de su sueño: la nación que había creado. El 13 de mayo de ese año el Departamento del Sur o del Ecuador decide retirarse de Colombia y formar un Estado independiente, parte aún de la nación colombiana según la constitución expedida meses más tarde, en septiembre. Antes lo había hecho Venezuela. Se designó a Juan José Flores como jefe supremo y luego presidente. Así, casi como una desilusión, nació el Ecuador. Los territorios colombianos habían logrado su independencia definitiva de España, 8 años antes, el 24 de mayo de 1822, con la batalla comandada por Antonio José de Sucre en las faldas del volcán Pichincha. Dos siglos han pasado de eso.

Es interesante esta recapitulación por la idea del mito. A sus 16 años, en 1820, Abdón Calderón Garaycoa ingresó a las filas independentista, en donde demostró, según documentos de la época, su valor y compromiso con la causa, su heroicidad. Murió, según su acta de defunción, el 7 de junio de 1822, en la casa del Dr. José Félix Valdivieso, por disentería, como consecuencia a las heridas que recibió durante la batalla de Pichincha. En 1905 el escritor Manuel J. Calle publicó su libro Leyendas del tiempo heroico, en la que presenta una versión ficcional de la muerte de Calderón. La joven nación, sedienta de un mito que justificara ontológicamente su existencia, lo asumió como si fuera un libro de historia, pese a tener la palabra “leyendas” en el título. Así, y aumentando las dosis de imaginación, se enseñó generación tras generación que Abdón Calderón recibió disparos en todas sus extremidades, sin embargo, fue capaz de agarrar con la boca el estandarte nacional (de Colombia, supongo) o la espada, y gritó: “¡Viva la República!” Una república, la del Ecuador, que se fundó 8 años después.

No he podido evitar pensar en este mito fundacional a propósito de los 200 años de la batalla de Pichincha y de un mural que, en ese contexto, fue gestionado y obsequiado por la Embajada de España a la ciudad de Quito. El hecho de que este, más allá de los gustos y colores, consista en una manifestación fresca del surrealismo pop y contenga, sobre el rostro de una mujer, un sombrero de Pikachú (personaje de los videojuegos Pokémon), ha provocado indignación y todo tipo de reclamos de quienes piensan que ese mural no rinde homenaje a la batalla de Pichincha, incluye una figura (Pikachú) sin relación con la cultura ecuatoriana y es de autoría de un artista español y no nacional. No negaré que la comunicación del municipio de Quito ha sido pésima, al menos en su incapacidad de explicar el contexto desde un inicio, pero no dejo de preguntarme si los censores sentirán la misma rabia al notar que la prefecta de Pichincha, a propósito del bicentenario, pagará una descomunal suma de los contribuyentes (alrededor de medio millón de dólares, según la prensa) por un mural de homenaje a la gesta independentista, en medio de una grave crisis económica pospandémica.

La controversia suscitada ha sido, por demás, graciosa. Ha sacado a relucir la vigencia de un nacionalismo, entre folclórico y onanista, que se conecta con la desesperada necesidad de héroes. Pretenden, supongo, que toda expresión de arte en el contexto del bicentenario rinda homenaje al panfletario y payaso mito fundacional, a la sangre derramada por nuestros mártires, al sacrificio cósmico de Abdón Calderón Garaycoa. Incluso, un concejal, de intrascendente gestión, ha sugerido pedirle al artista una modificación en el mural para retirar la figura, antipatriótica supongo, de Pikachú. ¿E incluir el busto del mariscal Sucre? Ignorando el ignorante (parafraseando a Jorge Enrique Adoum) que Okuda San Miguel es uno de los más prestigiosos muralistas de la actualidad y realizó el que está hoy en la Calle 24 de Mayo, del centro capitalino, después de un proceso creativo de sensibilización personal en el que conoció y estudió a las bordadoras de Llano Grande, un barrio quiteño a donde la épica del bicentenario importan poco, porque allí, con o sin independencia, se impone aún la precariedad de la vida. Por lo demás, Okuda ha realizado aclamados murales en los cinco continentes, en ciudades como Nueva York, Madrid, Lima o París, entre tantas otras.

En cualquier caso, este mural no ha pasado inadvertido y ha logrado, en una ciudad de debates superfluos, que nos volquemos a discutir sobre el arte, con o sin pasión, con o sin esnobismo. Al menos para tomarse una foto con el mural, se han reactivado las visitas a la abandonada Calle 24 de Mayo, tristemente llamada boulevard. Poco más que eso podemos pedirle a una obra creativa, y a un artista que, independientemente a su origen, se destaca haciendo lo suyo. Y por supuesto que los rostros de las mujeres retratadas, las bordadoras de Llano Grande, merecían un homenaje, en el contexto de una independencia que no emancipó a gran parte de la población, sobre todo los pueblos y nacionalidades indígenas a quienes la República convirtió por décadas en huasipungueros. La obra es muestra de una diversidad que encarna el Ecuador y sus culturas, esas que fluyen en una tradición barroca y que bajo la impronta de la Escuela Quiteña constituyó un puente de influencias entre los Andes y la modernidad europea, entre lo sagrado y lo profano, entre esta aldea y el mundo. No son pocos los que, con el mural de Okuda, han recordado el ethos barroco del que hablaba Bolívar Echeverría; aunque probablemente son más los indignados que, en la audacia de creerse intelectuales y expertos en colonialismo, han vomitado traumas patrioteros a propósito del mural, pero sueñan con tomarse fotos en el MoMA de Nueva York y subirlas al Instagram. Si de algo nos puede servir la independencia, y la conmemoración del 24 de mayo, es para emancipar un poco nuestra mentalidad pueblerina y delirante. Quito es mucho más que una genuflexión a la payasa historia oficial. Al final del día los monumentos a los héroes sirven, fundamentalmente, para la caca de las palomas. (O)