Si nos preguntamos ¿por qué y para qué existe el Estado? La respuesta es muy sencilla: en cuanto a lo primero, el ejercicio del poder debe estar institucionalizado, no personalizado. Respecto de lo segundo: existe, esencialmente, para satisfacer necesidades públicas.

Es verdad que varias necesidades públicas se pueden satisfacer por parte de los particulares, pero eso no quita la esencialidad del rol estatal.

Proteger y garantizar los derechos implica satisfacer una necesidad pública: todos debemos ser tutelados en nuestros derechos e intereses legítimos. Uno de esos derechos es el de acceder a servicios públicos y privados de calidad, con eficiencia, eficacia y buen trato, según ordena el artículo 66 numeral 25 de la Constitución. (El servicio público es la manera como se atienden las necesidades públicas).

Tanta ha sido la importancia de los servicios públicos y la relevancia de su tutela que ininterrumpidamente desde la Constitución de 1967 el Estado debe indemnizar a los particulares por los perjuicios derivados de la prestación de servicios públicos.

La Constitución impone diez principios para los mismos: obligatoriedad, generalidad, uniformidad, eficiencia, responsabilidad, universalidad, accesibilidad, regularidad, continuidad y calidad. Por constituir una falla del servicio de justicia es que el Estado debe indemnizar a quienes han sufrido error judicial. Por el positivo impacto de los servicios públicos en la comunidad es que el artículo 326 numeral 15 de la ley suprema prohíbe paralizar los servicios públicos de salud y saneamiento ambiental, educación, justicia, transportación pública, seguridad social, etcétera; y la ley penal castiga su paralización.

En Colombia, la jurisprudencia es fantástica alrededor de los servicios públicos; ha hecho esfuerzos por justificar la obligación estatal de indemnizar en las más variadas situaciones. Ha condenado al Estado por las fallas en la seguridad pública, por el estallido de polvorines, por error militar, etcétera. En tiempos de conflictividad y protesta social no debe perderse de vista la necesidad de no afectar los servicios públicos. La golpeada es la ciudadanía, que bastante sufre por la inseguridad en las calles, en los semáforos, por el pánico de salir de sus casas y encontrar la muerte. La delincuencia destruye vidas y familias, con frecuencia para siempre. El niño asesinado en una heladería por unos asaltantes; la señora al borde de la muerte por la paliza de unos sujetos que la masacraron a bordo de un taxi informal, las familias de los presos muertos (en su mayoría no sentenciados) en medio de conflictos en las cárceles... son ejemplos de sufrimiento.

La eficiencia en los servicios públicos y en la administración del dinero público y del público es una obligación, no una dádiva. Eso me recuerda que en un banco administrado por el Estado hasta hace poco, su actual principal ha declarado en este Diario: “El grupo de jefes, subgerentes y gerentes pasó de 130 a 431 en esos once años. ¿Qué hacía tanto jefe? Nadie lo sabe”. Diría el legendario Tres Patines: ¡Cosa más grande en la vida, chico! (O)