Difícil imaginar tanta crueldad, sadismo, barbarie. ¿En qué se parecen a nosotros esos seres humanos que han ejecutado otros seres humanos con tanto desprecio y saña? ¿Por qué hay personas que lo multiplican en redes y se regodean mirándolos, comentándolos?

La crisis carcelaria nos desnuda, nos expone, nos avergüenza, nos humilla. Lo más fácil es echar la culpa a otros, desviar la mirada, el corazón y el pensamiento. Ponernos lejos: han cometido delitos, se lo merecen, debieron pensarlo antes. Cuando conocemos a alguien entre los ajusticiados, sabemos del delito por el que era juzgado, nuestro corazón se encoge. Qué pena, no merecía esto. Y entonces se revisan los juicios lapidarios con el que acostumbramos condenar y la liviandad con la que pedimos prisiones preventivas y penas máximas. Hay quienes se conmueven, se indignan, buscan soluciones. Llevan comida a los familiares, los cuidan, los sostienen. Otros escriben, hacen manifiestos, hablan, algunos se sumen en un silencio sin fondo, la cabeza entre las manos. Todos demuestran impotencia y enojo.

Una sociedad sumida en el asombro y el dolor. El duelo es colectivo, la espera larga, agónica; ¿cuáles serán las medidas, qué se hará? Incertidumbre. ¿Cómo hemos llegado a esta descomposición social, nosotros, la isla de paz, de gente amable, el país de los mil paisajes y las islas encantadas?

Sí, nosotros, que nos deleitamos con películas de narcos y romantizamos la violencia, nosotros que decimos: roba, pero hace obras. Nosotros que nos quedamos con el vuelto y nos cuesta pagar lo justo, nosotros que amamos los títulos y festejamos la viveza criolla. Nosotros que aceptamos camisetas y sánduches a cambio de votos, que nos dejamos humillar y utilizar a cambio de un trabajo. Que pagamos diezmos al político y dirigente de turno. La lista de nosotros es larga, y el despertar es violento.

Nosotros debemos hacer algo. Porque son nuestros muertos, nuestros asesinados, nuestra realidad. Las propuestas son muchas.

Aplicar el protocolo de Minnesota de las Naciones Unidas y pedir la ayuda y el apoyo de las Naciones Unidas y la Unión Europea. Que el Gobierno solicite la presencia física del relator de la OEA, CIDH, sobre los derechos humanos de las personas privadas de libertad para que lidere el proceso de reconversión del sistema y manejo de cárceles. Tomar como modelo la resolución de la Corte Interamericana de Derechos Humanos del 30 de marzo de 2006, sobre medidas provisionales en el caso de las penitenciarías de Mendoza.

De manera inmediata separar los presos violentos y los líderes de las bandas. Hacer un perfil técnico de cada preso, y planificar su rehabilitación donde se incluya trabajo y estudio. Que las PPL trabajen en el campo, reciban un salario que cubra sus gastos penitenciarios y se guarde un porcentaje automáticamente en ahorro, para liberarlo cuando salga y puedan disponer de un capital para reinsertarse. Que los presos que han ocasionado pérdidas económicas a sus víctimas trabajen y del salario que reciben una parte vaya a quienes fueron perjudicados. Que las familias sean atendidas y resarcidas con educación, planes de salud, lo que pueda restaurar en algo la familia rota.

Que quienes han ordenado las masacres no queden en la impunidad. (O)