Dicen que la geografía suscribe improntas en sus habitantes: que los serranos son de tal manera porque nacieron en las alturas y que los costeños de tal otra porque somos seres de agua. ¿Serán lugares comunes idiosincráticos?, me pregunto en el hábito de revisar el contenido de las herencias culturales. ¿Qué huellas tenemos quienes hemos crecido junto al río Guayas? Porque contar con esa incrustación correntosa junto al lado derecho de la ciudad ha aportado más de un rasgo.

El rostro fluvial emerge de la leyenda y de la poesía tanto como es paisaje. Para Aguirre en sus polémicas décimas era una “cristalina garganta”, Medardo se acodó sobre el río, Abel Romeo encontró en esas aguas su “destino marinero”. No ha habido poeta nativo que no haya encontrado versos adecuados para recoger el serpenteo de un flujo que debe haber sido límpido. Yo soy del tiempo en que bastaba recorrer en vehículo el malecón para percibir su olor y su movimiento o al caminarlo, asistir a las variopintas escenas humanas de quienes trabajaban o paseaban cerca de él. Había sectores “peligrosos” con hombres descalzos y mal vestidos, pero también la cumbre del paseo que se escondía detrás de la estatua de los libertadores. Respirar al Guayas ampliaba los pulmones y sembraba en el alma gran sensación de libertad.

Ya inmersa en una curiosidad por la ciudad o empujada por los amigos, frecuenté Las Peñas y me asomé con frecuencia al balcón de una querida casa de madera, de esas que con marea baja exhibían sus raquíticos puntales, pero que cuando ascendía metía su rumor en medio de las conversaciones. Hubo un barquito anclado a la ría, cerca de la calle Junín, que funcionaba como bar y donde era un gozo vespertino la cerveza. “El Malecón 2000 nos robó el río”, me dijo una amiga arquitecta, acostumbrada al cercanísimo contacto con la avalancha sonora. A la ciudad le cambió su rostro principal, no dudamos de que, para bien, pero eso no nos quita el derecho a la añoranza.

La narrativa del Grupo de Guayaquil inmortalizó al Guayas en páginas inolvidables. En Don Goyo, El muelle, Baldomera, y la esencial Las cruces sobre el agua, el río late con vida propia y traslada sobre su lomo a incontables personajes. Cualquiera diría que los escritores pasaban por la prueba de someterse, descriptivamente, a sus aguas para adquirir la condición de buenos narradores.

Hoy el Malecón acoge a los paseantes con generosidad. Un ciudadano pobre no tiene que gastar para darles a sus hijos la experiencia de una contemplación que regocije la mirada. Vivimos tan segmentados, tan acorazados en barrios y sectores que los habitantes de Samborondón tienen ante sus villas a un afluente del Guayas, pero no circulan por el margen de donde parte esta ciudad a la que dicen pertenecer radicados en otro cantón. ¿Qué clases de vínculos con las raíces y lo propio se cultivan de esa manera, sin paisaje y sin poesía? Tal vez me falta conversación con las nuevas generaciones, porque querría saber cómo se conciencia el futuro político, el próximo líder, el emprendedor que tomará para nuestra comunidad las decisiones vitales sobre el porvenir. La mía tuvo flexibilidad social, anchura de caminos, signos culturales que conformaron la sensación de pertenencia. El río fue y sigue siendo fundamental para sentirse guayaquileño. (O)