Una mujer camina por la calle y un hombre le toca las partes íntimas, ella reacciona reclamando, él la deja tumbada en el piso luego de golpearla y romperle una costilla. Nadie la ayudó. Una mujer entra a la escuela de policías para ver a su marido, nunca salió. Nadie sabe nada, la escucharon gritar, pero nadie hizo nada. Una niña salió caminando a comprar en la tienda, nunca regresó. Nadie vio nada. Una adolescente salió de una fiesta, nunca regresó a casa, nadie sabe nada. Ser mujer y desaparecer parece una cotidianidad de la que muy poca gente se preocupa.

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Vivo en Ecuador, y tengo miedo. Miedo y rabia. Todos los 8 de marzo salimos a las calles pidiendo equidad laboral y respeto a nuestros derechos. Los 25 de noviembre también salimos, ese día reclamamos por nuestras muertas y desaparecidas, pero nadie escucha, y quienes lo hacen nos llaman locas, exageradas o se burlan diciendo que nos falta un poco de sexo para dejar de ser histéricas y amargadas.

Ser mujer aquí es casi un sinónimo de ciudadano de segunda categoría o, peor aún, de ser invisible. Lamentablemente no es un tema exclusivo de este país sino de una Latinoamérica indolente, machista, misógina y clasista que olvida tener políticas públicas que realmente se preocupen por nuestra salud y nuestro bienestar de manera integral.

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Estoy cansada e indignada de leer a diario noticias de mujeres muriendo violentamente cada 28 horas y saber que nunca habrá justicia para ellas; que los hijos y madres que quedan rotos deberán cargar con su dolor y seguir viviendo en un lugar que mira para otro lado o los juzga por no sufrir como se supone deben sufrir las personas que han perdido o tienen desaparecido un ser querido.

No es saludable que la indolencia gobierne la sociedad y que el miedo deba ser inculcado desde pequeñas, como una herramienta para cuidarnos y tratar de salvarnos. Esta vez no puedo ser positiva ni optimista, tengo claro que vivo en un lugar donde mañana, la foto junto a palabras suplicantes en busca de noticias del paradero puede ser la mía. Ninguna mujer está a salvo mientras no reconozcamos que la ola de violencia ha llegado a niveles en los que las autoridades, superadas por las circunstancias, deben demostrar que pueden enfrentar el problema. ¡Basta de discursos incoherentes, románticos o superficiales! Hacen falta acciones reales que aseguren la vida de las mujeres y las niñas. Últimamente, vivir se ha vuelto insoportable, porque hemos dejado de vivir para simplemente sobrevivir un día a la vez.

Finalmente, desde el desamparo en el que está sumido Ecuador, escribo estas líneas con poca esperanza de cambio, cobijada en la desazón que me generan las autoridades y sus acciones inoperantes y a destiempo, pero manteniendo mi reclamo convencida de que ya no podemos callar más. Creo que solo en el momento en que se entienda que todas somos víctimas potenciales, tal vez logremos –juntas– alzar tanto la voz que por fin nos escuchen, por tanto, me quedo con las palabras de la poetisa Amanda Gorman: “Siempre hay luz si somos lo suficientemente valientes para verla, si somos lo suficientemente valientes para convertirnos en ella”. (O)