Prestos a que se cumplan los cuatrocientos años del nacimiento del padre de la comedia francesa, me pongo a repasar cuánto conozco del autor y qué vínculos desarrollé en mi vida con su obra. Los aniversarios sirven para eso: para actualizar nombre y legados, para renovar admiración. Siempre digo a mis interlocutores que tuve la suerte de calzar con un pénsum universitario muy completo que me brindó un panorama humanista y literario tan sólido y que me permitió orientar mis propios intereses con orden y abundancia. Por eso recuerdo la asignatura Teatrología, bajo la tutela de un apasionado, el padre Juan Ignacio Vara, como un tiempo de rica dedicación a las obras dramáticas.

En ella, me tropecé con Jean Baptiste Poquelin, representante luminoso del Siglo de Oro francés. Por entonces, había una colección de libritos mínimos dedicados a cada pieza teatral, que costaban cinco sucres. Ingresé al mundo del gran Molière de la mano de Las preciosas ridículas (1659), la comedia en un acto que satiriza el falso saber de un par de primas que hace ostentación del conocimiento a base de juegos de palabras. Ya se perfilaba el blanco preferido de la mordaz crítica del autor: la pose social, la mentira y la ostentación.

Molière es una muestra elocuente de la obediencia a una vocación. Su padre, tapicero real de Luis XIII, le regaló una vida acomodada, con estudios donde los jesuitas. Pero degustó pronto del espectáculo teatral y sintió la llamada a escribir y actuar pese a que la actividad dramática era mal vista y tenía la aureola de escandalosa. Cuando representó Tartufo (1669) se ganó la animadversión de la Iglesia católica porque su protagonista es el sumun de la hipocresía religiosa. Confirma el autor que la crítica social que brota de la comedia es la más certera, la que hace auscultación de costumbres dobles, de moral escurridiza y de discursos mentirosos. La obra fue censurada durante cinco años, pero se la representaba privadamente.

España era un foco de influencias. Corneille escribió El Cid, en 1636, y Molière un Don Juan, inspirado en El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina. Eran tiempos en que nadie hablaba de plagios por el mero hecho de apegar la imaginación propia a la ajena (Shakespeare habría sido segregado). El maestro francés se había casado con una actriz y pese a empezar a sentir los estragos de una tuberculosis emprendió su mayor camino de éxitos. Cuando realizaba la cuarta representación de El enfermo imaginario, para algunos su obra maestra en la misma dirección de El médico a palos, es decir, sus invectivas contra los pedantes medicastros, cayó fulminado en el escenario y murió siete días después.

La comedia moderna es heredera de Molière. Pese a que algunas respetaron las llamadas “unidades clásicas” –un hecho central, un solo lugar, el lapso de un día– la ductilidad de la escena, el poder gracioso de los diálogos, los personajes tipos al servicio de la burla a un defecto, son fortalezas que cualquier obra que busca simultáneamente la risa y la crítica sigue empleando esos recursos.

Fui cultivadora de Molière cuando impulsé su representación con alumnos de secundaria y cuando me extasié con el jocundo hipocondríaco que puso en escena, en Guayaquil, el inolvidable Bernard Fougères. Hemos estado cerca. (O)