He leído sobre la propuesta de rescatar las asignaturas nombradas para volver a incluirlas en el currículo escolar. Se buscaría con ello restablecer una forma de educación que, al parecer por los signos sociales, se ha perdido y cuya ausencia explicaría los desajustados comportamientos de un buen sector de la población que descuida el respeto al orden, a las leyes, a sus conciudadanos y hasta a sí mismos.

Yo recuerdo los contenidos de esas materias que estudié en la primaria y he dedicado tiempo a meditar si mi propio comportamiento es resultado de sus benéficas orientaciones. Y me digo que no, que el entramado de mis principios y convicciones es producto de un tejido mucho más complejo que imbrica lo que aprendí de mis padres, de mi escolaridad y de mis lecturas, siempre frecuentes y adelantadas. La materia Cívica daba énfasis a la historia de varios hitos nacionales: los signos patrios, las constituciones, los próceres y personajes destacados. La parte que se llamaba Moral se basaba en conceptos como la justicia, la legalidad, la decencia, el sentido del honor.

Los valores emergieron de las conductas impuestas a costa de razonamientos y consejos.

Eran conceptos, breves definiciones en un librito facilitador del repaso. Tengo más presente que aquellos la exigencia de mi madre sobre el respeto a los objetos ajenos, su lección de dignidad cuando me prohibía pedir las golosinas de una compañera, el contundente ejemplo de mi padre en materia de puntualidad. Los valores emergieron de las conductas impuestas a costa de razonamientos y consejos. Porque siempre hay motivos por los cuales se ordenan las acciones, a menos que, en la exasperación, también los mayores caigan en el abominable “lo haces porque yo lo digo”.

Relajada como está la formación de los hijos en hogares laxos y complacientes que se propusieron hacerlos felices antes que crearles hábitos y señalarles límites según la edad que iban cumpliendo, desintegrada la concentración con el temprano contacto con pantallas, la educación formal es más difícil. Es repetido escuchar la queja de los profesores de la que siempre puede ser una profesión divertida, desafiante y creativa. Pero cuando los representantes de los alumnos quieren intervenir en cada decisión del aula y los fríos reglamentos exigen contar con sus criterios por nimiedades, la convergencia educativa sale perdiendo.

Yo creo que cada materia es proclive a la enseñanza –por mención, ejemplificación y orientación intelectual– de principios de conducta. Y que todos los maestros deben tener la agilidad mental y la batería de recursos para aprovechar el momento en que el dato de la realidad, el hecho próximo, el problema cercano son caldo de cultivo para que broten las vetas de una ciudadanía crítica, de un compañerismo humano y cálido, de un seguimiento coherente a las leyes y normativas. Y si se trata de analizar lo que parece caduco e injusto, hay que reflexionar sobre la necesidad del cambio teniendo siempre la meta de la comprensión de la condición humana y de la naturaleza.

La civilización ha avanzado a base de cambios, pero también ha arrasado con vidas, pueblos y costumbres. Cada religión se siente la verdadera. Cada país cultiva fronteras e impone distancias. Lo que no tiene punto de discusión es la vida y el deber de proteger a los más débiles. Y que los deberes vienen con su contrapartida, los derechos. (O)