Uno de mis primeros recuerdos: dejo de llorar cuando una azafata me regala una caja de juguetes durante un vuelo nocturno, un rayo de luz tenue ilumina mi mesita, pero a mi alrededor todo es oscuridad, olores y ruidos raros, desconocidos respirando y susurrando en las sombras. Desde entonces he viajado en tantos aviones, eternamente retorna ese nudo de emoción y angustia, reacción natural ante la proeza de sobrevolar el mundo a bordo de un objeto volador, encerrados en un tubo metálico con cientos de extraños, compartiendo el aire reseco, el baño diminuto, la mala comida, la intimidad del sueño, ese temor inconfesable cada vez que un sacudón o la voz del piloto o de un auxiliar de vuelo interrumpe el ronroneo del avión que a unos adormece y a otros atormenta.

Mi imaginación macabra ha explorado las posibilidades del horror a bordo de un avión. Examino a los pasajeros preguntándome cómo reaccionarían ante un desastre inminente. Repaso escenarios de terror en mi cabeza: ¿cómo comunicaría el piloto a cientos de seres humanos que están a punto de morir, cómo reaccionaría yo, sería capaz de mantener la calma y proteger a mis hijas, me entregaría dignamente a la muerte o perdería la cabeza y me despediría de la vida a gritos?

(...) puede habérselo tragado el mar, pero de acuerdo a la nueva docuserie de Netflix, esta historia huele a rata muerta.

Lo cierto es que pocas veces el piloto logra prever y anunciar la catástrofe (ya sea en tierra, agua o aire, la muerte domina el arte de agarrarnos desprevenidos). Así como en la vida, también en la muerte son infinitas las posibilidades. Son tantas las historias que pueden llevarnos a morir en un accidente aéreo: una falla mecánica, un capricho del clima, un error trágico o suicida (y asesino) del piloto, un misil... En julio de 2014, durante la guerra de Donbás (iniciada por separatistas prorrusos), una brigada militar rusa transportó a territorio ucraniano un lanzamisiles con el cual dispararon el misil que derribó un avión de pasajeros. El vuelo 17 de Malaysia Airlines llevaba 298 almas a bordo (entre ellas 80 niños, un escritor australiano y una bella actriz malasia). Habían partido de Ámsterdam con la certeza de que llegarían a Kuala Lumpur: sus cuerpos terminaron desperdigados en esa tierra ucraniana que no para de sangrar.

Cuatro meses antes de este crimen, otro avión de Malaysia Airlines tampoco llegó a su destino. El infame vuelo MH370 desapareció (con 239 almas a bordo) el 8 de marzo de 2014. Afirma un periodista obsesionado con este misterio aún sin resolver: “Los aviones suben, los aviones bajan, lo que no hacen es desaparecer de la faz de la Tierra”. Un vuelo como cualquiera, en el que podríamos haber estado tú o yo, despegó de Kuala Lumpur a la medianoche, pero jamás llegó a Beijing. Invisible a los radares (alguien desactivó los sistemas de comunicación), puede habérselo tragado el mar, pero de acuerdo a la nueva docuserie de Netflix, esta historia huele a rata muerta. Huele a que alguien con mucho poder intenta ocultar algo, y tras nueve años de la desaparición todavía no hay explicación convincente, solo teorías, mentiras, información retenida sospechosamente, evidencias plantadas o ignoradas. Lo cierto es que miles de padres e hijos todavía lloran ante ataúdes vacíos. (O)