¿Cuánta información valiosa se está yendo por un caño, sin ser consumida por quienes, sin saberlo, la necesitan, a veces, con urgencia? La duda me vuelve a surgir al ver en días cercanos los esfuerzos de varios sectores de la sociedad en hacer y difundir acciones empresariales, sostenibles, gremiales, sociales o científicas, que poco o casi nada de eco adquieren en las audiencias, especialmente las más jóvenes, que son justamente las que muestran vacíos, casi lagunas, de conocimiento en el marco de lo que antiguamente llamábamos “cultura general”.

Me resisto a aceptar que el mejor momento de circulación de las ideas, gracias a la tecnología que hoy se ha apoderado hasta de las cafeteras y las duchas, se desperdicie tanta información y se estén tomando decisiones con referencias solo dérmicas, de algo que puede trascender enormemente en algún conglomerado.

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Es lo que yo llamo el efecto “trapiche”, categoría surgida de mis clases ahora con centeniales universitarios a los que saltó esa palabra mientras revisábamos un storytelling rural, y nadie en el salón supo explicar qué significaba. El que estuvo más cerca dijo que se trataba de “una marca de vinos”, y mostraron sorpresa al describirles lo común que ha sido su uso tradicional en productos que sin duda han consumido, sin saber de dónde ni cómo llegaron a sus sentidos.

... aún hay tiempo de corregir, y al paciente, aunque inicialmente se niegue, hay que aplicarle el medicamento que necesita.

Los comunicadores debemos, sin duda, hacer mea culpa. Y corregir, que aún queda tiempo. Somos culpables de habernos enfocado más en formatos que en el espesor, aroma y olor adecuado de los relatos. Y que cuando al final estamos aceptando que la forma cambió de manera definitiva, justamente por toda la gama de ofertas tecnológicas, tratamos de subirnos en esa ola sin la tabla ni preparación adecuadas, para enrumbarnos a un resultado mediocre y poco trascendente.

La información, mucha de ella de enorme valor, se está yendo por el caño, a vista y paciencia de quienes tanto la atesorábamos en tiempos tan cercanos como 20 años atrás. Y esto que a los comunicadores nos lacera, hay también a quienes enriquece con lo que producen aquellas granjas de troles especializados en hacer el mal o encumbrar temas triviales para desviar la atención que generan los trascendentales.

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Mea culpa debe hacer también la empresa que auspicia y financia, consciente o no, esa distorsión. En ese caso están repitiendo un error que ya cometieron en el pasado reciente cuando solo se pautaba lo que disponía su majestad, el rating, y dejaban morir de inanición cualquier otra propuesta que no genere altos niveles de encendido televisivo.

No obstante, aún hay tiempo de corregir, y al paciente, aunque inicialmente se niegue, hay que aplicarle el medicamento que necesita. Es lo que pasa con las audiencias de hoy, que consumen la gran mayoría de sus megas un entretenimiento que quizás los aleja (y no los culpo) de realidades poco agradables. Pero en ese menor porcentaje que dejan para informarse, hay que trabajar fuerte, creativa y oportunamente, para recuperar, centímetro a centímetro, el interés por los temas útiles. Lo agradecerán sin duda los ahora centeniales, cuando les llegue la hora de tomar decisiones importantes. (O)