En un reciente programa televisivo, el periodista Andrés Oppenheimer planteó varias ideas sobre el desarrollo económico de los países. Comenzó reportando los pronósticos que hace el FMI para 2022. El crecimiento global será de 3,2 %; para Asia, de 6,2 %; para África, de 3,4 % y para América Latina, de 0,6 %.

El periodista menciona que estas cifras reflejan la mirada hacia el futuro que tienen los asiáticos, mientras que los latinoamericanos vivimos en el pasado. Para ilustrar su argumento dice que una observación a los billetes comprueba su hipótesis. Mientras que en los nuestros aparecen los próceres de la independencia representando el pasado, en Singapur aparece una universidad con estudiantes esmerados y entusiastas hacia el futuro.

No hay duda de que Singapur es un caso extraordinario de desarrollo económico. De un país pobre y subdesarrollado en la década de los sesenta pasó a ser uno de los países más desarrollados del mundo. En el índice global de competitividad del Foro Económico Mundial (FEM) de 2019 aparece como el país más competitivo del mundo, por encima de Suiza, Japón y Alemania.

Revisando el índice con más detalle se advierte que es el país que tiene la mayor expectativa de vida saludable del mundo. Es también donde se observa la menor tasa de homicidios: dos asesinatos al año por cada millón de habitantes. La carga regulatoria sobre el sector privado es mínima, la eficiencia del sistema judicial para resolver disputas es la más alta del mundo y la corrupción casi no existe. Singapur ha tenido, pues, un sobresaliente desempeño durante los últimos setenta años.

Sin embargo, el desarrollo impresionante de Singapur no ha ocurrido bajo un sistema democrático. El Partido de Acción Popular ha dominado la vida política desde que el país se independizó en 1965 y desde 1959 hasta 1990 hubo un solo primer ministro, Lee Kuan Yew. La revista The Economist califica a Singapur como “democracia defectuosa” y el Freedom House considera que no es una democracia electoral. Y aunque Oppenheimer no lo diga directamente, su planteamiento implica que no importa que un país no sea democrático, siempre y cuando la economía se desarrolle.

El caso de Singapur marca una ruptura entre el crecimiento económico y los sistemas políticos dentro de los cuales se desenvuelve. No es necesario tener una democracia representativa para alcanzar el bienestar económico y menos necesaria la alternancia en el poder. Dicha ruptura abre la posibilidad de que un autócrata benevolente y honesto sea lo que más le conviene a un país; pero también abre la posibilidad de que un caudillo deshonesto se perennice en el poder.

Un dato que Oppenheimer tampoco menciona es que en Singapur no hay libertad de prensa. De acuerdo al mismo índice del FEM, dicho país se encuentra en los últimos puestos en lo que respecta a la libertad de expresión, 124 del total de 141 países analizados. Como director de un programa televisivo en Singapur, Oppenheimer no podría criticar al Gobierno y sus opiniones serían vigiladas. Es decir, sería igual a que si estuviera en un país que siempre le sirve de contraejemplo: Cuba. (O)