La paz es un valor, un principio entrañablemente humano. Una ambición, una aspiración individual y universal que se proyecta en el derecho a la vida y la realización plena de la humanidad y de cada ser humano. La paz es la expresión de la justicia, que asegura el imperio de la ley. Es un derecho humano y un deber social. Al ser la condición fundamental del progreso, la paz es la legítima y justa manera con la que la sociedad mide la calidad de un Estado.

La paz niega la violencia. Al atentar contra el derecho a la vida, la integridad, la libertad y la propiedad, la violencia transgrede los derechos fundamentales del ser humano. Cuando el Estado es desafiado por la violencia, expone a la sociedad a la quiebra de la paz. Un estudio del BID estimó que el costo directo del crimen y la violencia en América Latina representa en promedio el 3,5 % del PIB regional, y cerca del 70 % de la población teme ser víctima de un delito con violencia. La sociedad, consciente de su derecho a vivir en paz, repudia, condena y condiciona la violencia.

La paz es un derecho que impone su reconocimiento, su defensa y su garantía, por lo tanto, genera deberes exigibles. Un Estado democrático de derecho tiene la obligación de accionar una política de paz estable y duradera contra la violencia directa, estructural y cultural, que se legitima a partir de la no violencia, de la legalidad. Contra la violencia directa, con una seguridad pública de calidad más que de cantidad, más preventiva que punitiva. Contra la violencia estructural, focalizada en reducir la pobreza y desigualdad, la corrupción e impunidad. Contra la violencia cultural, apoyada en la educación para construir una cultura de paz.

La paz afirma el progreso. La riqueza se crea en un estado de paz, de respeto, de armonía social y ambiental.

La ausencia de violencia amplifica la libertad para hacer empresa: invertir, innovar y emprender; estimula la productividad y competitividad, creando un mercado de trabajo de calidad, equitativo e inclusivo, que fortalece el ingreso laboral, reduce la desigualdad social y ejerce justicia ambiental. Su alcance multidimensional la convierte en condición necesaria para impulsar la prosperidad compartida, entendida como un estándar del progreso social.

La paz se construye. A partir de la educación para la paz, la ciudadanía utiliza sus capacidades para transformar los conflictos en soluciones libres de prejuicios y discriminaciones, haciendo de la tolerancia activa una virtud de convivencia en el hogar, el aula, el trabajo, el espacio público, la política y la interacción digital. Una cultura de paz se basa en la comprensión, el diálogo y la cooperación, rechaza el lenguaje bélico y se fortalece en la palabra justa, conciliadora y plural, porque la paz incluye y no excluye, une y no divide.

La paz es un proceso social, profundamente humano: protegerlo, respetarlo y defenderlo exige compromiso político, voluntad ciudadana y convicción personal. Como sociedad, no podemos esperar que la paz llegue, al crear espacios de paz abrimos oportunidades para un crecimiento justo, equitativo y sostenible. La paz nos desafía a la acción. (O)